Julio suele ser un mes duro para muchos de nosotros aquí en Nuevo México, donde las vidas de miles de personas se vieron trastornadas por la prueba de la primera bomba nuclear. Los acontecimientos del 16 de julio de 1945 pesan mucho sobre nosotros. ¿Y cómo no? Lo cambiaron todo. Los habitantes de Nuevo México fueron los primeros sujetos humanos de prueba del arma más poderosa del mundo.
Este último julio ha sido más tenso de lo habitual, mientras nuestra comunidad esperaba el estreno de “Oppenheimer” y algún reconocimiento de lo que hemos soportado durante los últimos 78 años. Cuando vi la película en una función abarrotada en Santa Fe, entendí que no sería así. La película, de tres horas, solo cuenta una parte de la historia del Proyecto Manhattan, que desarrolló la bomba y llevó a cabo la prueba bautizada con el nombre de Trinity aquel día de julio. No explora en profundidad los costos de la decisión de probar la bomba en un lugar donde mi familia y muchas otras habían vivido durante generaciones.
Una película no puede hacerlo todo, pero no puedo evitar sentir que la narración de esta historia, tal y como está, es una oportunidad perdida. Una nueva generación de estadounidenses está aprendiendo sobre J. Robert Oppenheimer y el Proyecto Manhattan y, al igual que sus padres, no oirán mucho sobre cómo los líderes estadounidenses arriesgaron y causaron daños a la salud de sus conciudadanos a sabiendas en nombre de la guerra. Mi comunidad y yo hemos vuelto a quedar fuera de la narrativa.
La zona del sur de Nuevo México donde se llevó a cabo la prueba Trinity no era, contrariamente a lo que se dice, una extensión de tierra deshabitada y desolada. En un radio de 80 kilómetros vivían más de 13.000 habitantes de Nuevo México. Muchos de esos niños, mujeres y hombres no fueron advertidos ni antes ni después de la prueba. Testigos de la explosión me han contado que creían estar viviendo el fin del mundo. Muchos simplemente cayeron de rodillas y rezaron el Ave María en español.
Durante días cayó ceniza del cielo, contaminada con cinco kilos de plutonio. Un estudio del 2010 de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades descubrió que, tras la prueba, los niveles de radiación cerca de algunos hogares de la zona alcanzaron “casi 10.000 veces lo permitido actualmente en zonas públicas”.
Esa lluvia radiactiva ha tenido consecuencias devastadoras para la salud. Aunque no conozco a nadie que perdiera la vida durante la prueba, la organización que cofundé ha documentado muchos casos de familias de Nuevo México con cuatro y cinco generaciones de cánceres desde que se detonó la bomba. Mi propia familia es una prueba de ello: pertenezco a la cuarta generación de una familia que ha tenido cáncer desde 1945. A mi sobrina de 23 años le acaban de diagnosticar cáncer de tiroides. Estudia arte en la universidad. Ahora su vida también se ha visto alterada.
A pesar de ello, los habitantes de Nuevo México que pueden haber estado expuestos a la lluvia radiactiva de Trinity nunca han tenido derecho a una indemnización en virtud de la Ley de Compensación por Exposición a la Radiación, una ley federal de 1990 que ha proporcionado miles de millones de dólares a las personas expuestas durante pruebas posteriores en suelo estadounidense o durante la extracción de uranio.
“Oppenheimer” también omite otras historias. El Proyecto Manhattan y la industria de armamento nuclear utilizaron la promesa de una vida mejor para atraer a miles de personas del suroeste a las minas de uranio que abastecían al proyecto. Los mineros iban a trabajar cada día sin el equipo de seguridad adecuado, mientras que los supervisores lo llevaban de la cabeza a los pies. Los mineros rara vez salían de las minas durante sus turnos, ni siquiera para almorzar. Bebían el agua contaminada del interior de las minas cuando se les permitían descansos.
Sus sacrificios siguen formando parte de nuestras vidas. Lloré durante las escenas de la película previas a la detonación y durante la propia prueba. Apenas podía respirar, el corazón me latía muy deprisa. Pensé en mi padre, que aquel día tenía 4 años. Su pueblo, Tularosa, era idílico entonces. Después de la prueba, después de que la ceniza radiactiva cubriera su casa, siguió como siempre bebiendo leche fresca, comiendo fruta fresca y verduras que crecían en el suelo contaminado. A los 64 años, había desarrollado tres cánceres para los que no tenía factores de riesgo, dos de los cuales eran cánceres orales primarios. Murió a los 71 años.
“Oppenheimer” retrata al científico como el hombre imperfecto que fue. Pero la película redobla el silencio con el que hemos vivido durante ocho décadas sobre la pérdida de vidas y de salud que fueron consecuencia del desarrollo y las pruebas de la bomba atómica. Mientras las familias de mi comunidad siguen esperando un reconocimiento más amplio de lo que sufrieron –incluida la cobertura de la Ley de Compensación por Exposición a la Radiación–, nos quedamos con una película que se niega a dar testimonio de nuestra verdad.
Este también es el legado de J. Robert Oppenheimer y del gobierno para el que trabajaba. Nunca podré perdonarles que destrozaran nuestras vidas y se marcharan.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times