La brecha de salarios entre hombres y mujeres subsiste. Hemos conquistado un conjunto de derechos civiles y sociales, pero la brecha económica en el mercado laboral nos sigue golpeando en la cara.
Si la brecha respondiera a diferencias en el nivel y calidad de los activos, es decir, a diferencias en los años de educación y en el tipo de educación recibida entre hombres y mujeres, la queja giraría alrededor de por qué se dan estas diferencias. Lo que se observa, sin embargo, es que aun con similares activos, las remuneraciones de hombres y mujeres son significativamente diferentes. A eso le llamamos discriminación, que genera un importante costo a la sociedad y, más importante aun, debilita el ejercicio de derechos de la mitad de la población.
En cuanto a las diferencias del nivel de los activos, las políticas públicas pueden atacarlas con educación pública universal de calidad, por ejemplo. La discriminación es más complicada de atacar, porque involucra cuestiones tanto del lado de los empleadores como de las potenciales trabajadoras.
En cuanto a lo primero, lo destacado como “virtud femenina”, como la prolijidad y la tolerancia a trabajos rutinarios, se asocia a empleos de menor nivel de responsabilidad; mientras que las virtudes masculinas, como la fortaleza de carácter o la rigurosidad, se relaciona a empleos de mayor jerarquía (Todaro, Godoy, Abramo, 2001). ¿Cuántos años de educación inclusiva y respetuosa de derechos tendrían que pasar para cambiar estas percepciones y que, para un empleador, resultase neutral tener al frente un o una candidat@? ¿Por qué mujeres jóvenes tienen que seguir respondiendo a preguntas sobre si piensa tener hijos, por más ilegal que sea formularlas en una entrevista laboral?
En cuanto a lo segundo, una reciente investigación (Galperin, Viecens y Greppi, 2015) mostró que en las plataformas en línea para la contratación, las mujeres piden, en promedio, una menor remuneración que los hombres por un trabajo a destajo. Otras investigaciones muestran que las mujeres negociamos peor nuestro sueldo inicial y todavía otros estudios dan evidencia de que las mujeres tenemos que estar prácticamente 100% seguras de que tenemos todas las características requeridas del puesto antes de postular, lo que no es cierto en los hombres.
A pesar de contar con un Plan Nacional de Igualdad de Género 2012-2017, es poco lo que hemos avanzado en cuanto a cerrar las brechas económicas, más aun cuando la evidencia nos indica que la pobreza tiene rostro femenino. Nuestro transversal Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables tendría que tener más visibilidad para empezar. Con un acertado enfoque, el programa Juntos transfiere dinero a mujeres, empoderándolas y asegurándose que los hijos estén primero, rompiendo el ciclo de la transmisión intergeneracional de la pobreza.
En otros frentes, ¿podemos pensar en una campaña que destaque los Great Place to Work para las mujeres? ¿Podemos hacer del sector público un ejemplo para las condiciones de trabajo, y todavía más para las mujeres? ¿Por qué no pensamos en serio en el teletrabajo y lo adaptamos como parte de un nuevo tipo de licencia de maternidad? Los programas de responsabilidad social empresarial tendrían que incluir con claridad una sensibilidad de género. Los directorios de las empresas tendrían que tener más mujeres; hasta podríamos emular a Alemania que por ley manda a las empresas a que sus directorios estén compuestos en un 30% por mujeres. Y la lista podría seguir al infinito. La agenda para lograr eliminar la discriminación económica por género está todavía por escribirse.