En el último CADE la mayoría de nuestros candidatos presidenciales hizo hincapié en el problema de la informalidad. Claro, no se puede ser un país del Primer Mundo si no encontramos la manera de ordenarnos bajo el imperio de la ley formal.
Ahora falta saber qué es lo que cada uno de ellos entiende por formalidad: el derecho a emprender actividades económicas dentro de espacios grandes y abiertos, creados y protegidos por el poder político, o dentro de espacios más bien chicos y cerrados, creados por contratos privados y protegidos por fronteras fungibles.
En mi experiencia los espacios grandes y sin fronteras son difíciles de manejar. Todos los sistemas vivos, sean creados por Dios (la vida) u organizados por el hombre (el progreso económico) surgen dentro de fronteras internas, es decir, en espacios resguardados con linderos claramente definidos. Ya sea que hablemos de células, moléculas, órganos, computadoras o grupos sociales, todos están controlados y delimitados ya sea por una membrana, epidermis, pared o un derecho de propiedad.
Por el contrario, el espacio abierto donde no hay fronteras, sea este el entrópico universo o el mercado global, es un espacio turbulento, difícil de defender contra agresores externos y poco propicio para la producción organizada. Es el caso de los que viven en los espacios abiertos e ingobernables del mercado, donde el Estado no les ofrece un lugar envuelto por una membrana legal que filtre los rayos nocivos del universo y permita pasar aquellos que nutren y dan luz y calor.
De acuerdo con la segunda ley de termodinámica, todos los objetos que se mueven en espacios abiertos van a tender inexorablemente hacia el desorden. Para que la vida y la empresa prosperen tenemos que crear una distinción clara entre el mundo externo y disperso y el ambiente interno donde las cosas pueden ser organizadas y reparadas.
Esta es la razón por la cual Charles Darwin, el padre de la evolución orgánica, sugirió que la vida podría haber empezado en una “pequeña laguna tibia con distintas variedades de amoníaco y sales fosfóricas, luces, niveles de temperatura, electricidad, etc.”, donde las moléculas pueden ser constituidas y perfeccionadas hasta crear complejas formas de vida. Es dentro de estas pequeñas lagunas que desarrollamos el tejido conector que ayuda a las células a unirse, coordinar e intercambiar información.
Cuando una célula no puede conectarse, muere –un proceso que en griego se llama ‘anoikis’, o sea, fallecimiento por no tener su hogar–.
No se puede empoderar a los millones de peruanos informales –por ejemplo, los que dependen de la pequeña y mediana minería– si solo reconocemos su derecho a masificarse, como si fueran ladrillos que solo tienen significado cuando son cimentados dentro de un muro, como lo cantó Pink Floyd. No, señor: el capital, la mano de obra y los recursos no se organizan “allá fuera” donde las cosas flotan sin rumbo, sino “aquí dentro” donde podemos embalarlas, transferirlas y juntarlas hasta que nos sean útiles y así crear plusvalía desde la nada. Análogo a cómo los límites pegajosos de las moléculas les ayudan a adherirse con otras para producir vida cada vez más compleja y sofisticada, la ley produce contratos que hacen que las empresas se puedan “pegar” las unas a las otras. Aquí, dentro de las empresas, donde podemos superar la pobreza compartida y cooperar con peruanos desconocidos, en la patria grande, donde escalar clases no es mal visto.
No esperemos buenos consejos de los politólogos y economistas de Occidente. No se acuerdan de la diferencia entre fronteras –ni las fronteras de la soberanía ni aquellas de la propiedad–. Han olvidado que las primeras llaman a las emociones y las segundas a los intereses. Un indicador es que hace menos de un mes el presidente francés, François Hollande, pensando solo en fronteras externas, declaró la “guerra al terror” al igual que lo hizo el presidente George W. Bush hace 14 años. Me indigna el terrorismo, como todos lo saben, pero me temo que dieron en la yema del gusto al Estado Islámico, pues las guerras de hoy implican cruzar fronteras étnicas, sociales y sentimentales. Es decir: estimulan el patriotismo de los “invadidos” y dirigen la atención de los árabes hacia sus diferencias con Occidente en vez de sus aspiraciones por asemejarse a él.
Mientras tanto, los terroristas árabes parecen entender algo de fronteras internas, pues andan redistribuyendo propiedad conquistada en beneficio de las mayorías (aunque lo hagan en forma criminal, injusta, cruel y antieconómica).
Hay que felicitar a los candidatos que han colocado a la informalidad como un tema central. Desde su sombra provienen los conflictos sociales, la violencia, la corrupción y el estancamiento económico del país. No hay que distraerse: nuestro problema fronterizo no es con los países vecinos. Esas fronteras soberanas las cerraron Pancho Tudela y otros peruanos inteligentes que supieron convertir tragedias bulliciosas en glorias silenciosas.
Ahora toca a los que no se han cansado de hacer política cerrar las fronteras internas como lo hizo Occidente para llegar a ser la región más desarrollada y humanizada del mundo. Eso de “Perú país del Primer Mundo” llegará solito.