El día de hoy los venezolanos saldrán a la calle con su voto, sus expectativas y sus temores a participar en unas elecciones parlamentarias que han adquirido una dimensión excepcional. Por primera vez, en los 17 años que lleva mandando el proyecto del socialismo del siglo XXI fundado por el difunto presidente Hugo Chávez, asiste a una confrontación electoral en clara minoría en las encuestas y en el ánimo popular. El presidente Nicolás Maduro y su organización política, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), entran al cuadrilátero una vez más con el árbitro, los jueces y el médico oficial a su favor, pero en medio de una monumental rechifla del público, cansado de pagar tan alto por tan mediocre prestación gubernamental.
Venezuela es hoy un país al borde del abismo económico y social, con niveles de inseguridad aterradores, anaqueles fantasmalmente vacíos de productos básicos y una ciudadanía humillada cotidianamente por la indolencia de quienes gobiernan. Desde el alto poder se siembra el miedo al cambio, se inventan enemigos, se persiguen y encarcelan líderes opositores, se hostiga a los empresarios y se degrada la acción sindical. Las innumerables cadenas de televisión del primer mandatario llaman a la confrontación, a una división artificial del país donde los buenos habitan el cada día más insonorizado palacio presidencial de Miraflores, y afuera merodean los malos que no tienen derecho a existir.
Sin embargo, la oposición democrática no se ha dejado vencer, y entre yerros y aciertos ha logrado constituir una alternativa de cambio alrededor de la Unidad Democrática y crecer de manera sostenida –sin duda con ayuda de la situación catastrófica del país– gracias a un discurso más inclusivo y centrado en los problemas reales de la gente. Las encuestas dan una ventaja importante a la Unidad Democrática y sus candidatos sobre los oficialistas, algunas por 30 puntos de ventaja. No obstante, habría que confrontar los hechos con el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia, según la célebre fórmula de Antonio Gramsci, y no dar rienda suelta a una euforia triunfalista.
Tal como lo han señalado los expertos en Venezuela –notablemente Luís Vicente León y Carlos Raúl Hernández– el riesgo no está en que se alteren los resultados trucando las máquinas de votación, sino más bien en la manipulación ventajista de la ingeniería electoral –el ‘Gerrymandering’–, y en el cúmulo de atropellos electorales a los que suele recurrir el oficialismo, que van desde la utilización de recursos oficiales para acarrear votantes, hasta la intimidación directa en los centros de votación aislados el día de las votaciones. A esto habría que añadir la intensa campaña de miedo en los medios de comunicación acusando a la oposición de querer desmantelar cualquier vestigio de ayuda social, cuyos efectos son difíciles de medir antes del propio día de las elecciones.
Aún así, todo apunta hacia un triunfo de la oposición y un desinfle del gobierno y sus aliados. La Unidad Democrática obtendría una mayoría en la Asamblea Nacional (AN) e independientemente de su magnitud –simple o calificada– tendrá que manejar esta situación inédita con suma prudencia y eficacia política. El presidente Maduro ya ha anunciado su disposición a perturbar el desarrollo pacífico de la nueva correlación de fuerzas que anuncian las encuestas y la indignación de la gente en la calle y sus hogares. Pero la avalancha de votos opositores lo podría desestimular.
El día después de las elecciones recomienza la ardua tarea de construir una nueva mayoría nacional. De desarmar los campos minados de odio que ha ido sembrando una ideología de dudosa hechura. De seguir convocando al cambio democrático a los que aún recelen. De cercar cualquier pulsión aventurera, venga de donde venga. El día después será, ‘last but not least’, una excelente oportunidad para que los mandatarios regionales se abstengan definitivamente de mirar para el techo y fingir que están tosiendo cuando de defender la democracia en Venezuela se trata. El día después… será un problema de todos.