“La ética en sí pasa, primero, por ser consistentes y, en segundo lugar, por no dañar los bienes que todos los humanos necesitamos”.
La actual Comisión de Ética Parlamentaria debería cambiar de nombre. Debería llamarse comisión de moral parlamentaria.
Las palabras ‘ética’ y ‘moral’ pueden y suelen usarse de manera intercambiable, pero a veces se usan en sentido diferente: ‘ética’ como el estudio sistemático de la moral; ‘moral’ como el conjunto de valores y principios de un individuo o comunidad particular. En esta columna, las usaré así: ‘ética’ como el conjunto de valores y principios objetivos de la humanidad; ‘moral’ como los valores y principios de un individuo o sociedad particular.
La moral en este último sentido puede ir contra la ética, es decir, contra la moral objetiva. Pensemos, por ejemplo, en los valores y principios de una banda de criminales. Incluso las mafias tienen ‘códigos de honor’. Pero, claro, más que valores y principios, son antivalores y atentados contra los verdaderos principios de la ética. El sicario desprecia la vida y se gana la suya con el principio “matarás por dinero”.
La ética del Congreso está plasmada (con los típicos defectos de los códigos de ética empresariales y profesionales) en el Código de Ética Parlamentaria y su reglamento. Estos documentos establecen los deberes básicos del congresista como tal. Por ejemplo, respetar la investidura parlamentaria, no contratar familiares y, para citar un deber de moda, no solicitar contribuciones económicas de ningún tipo al personal del Congreso.
Como ha contabilizado Carlos Basombrío (El Comercio 31/5/2023), hay nada menos que 72 congresistas acusados ética y penalmente: los ‘mochasueldos’, ‘Los Niños’ y los que tienen investigaciones penales vigentes previas a su elección (uno de ellos tendría 24 acusaciones por temas como colusión agravada). ¿Qué indican estos números sino que la moral de un gran número de congresistas está en guerra con la ética?
Por eso no sorprende, aunque sí indigna sobremanera, cuando la Comisión de Ética Parlamentaria protege a quienes, según las pruebas que la prensa difunde, deberían recibir sanciones graves. Este blindaje es doblemente condenable. Los que blindan a los acusados no solo son congresistas, un cargo que conlleva una gran responsabilidad moral, ¡se supone que son los encargados de cuidar la ética parlamentaria!
¿Qué hacer frente a esta realidad? ¿Tendremos acaso que crear un código de ética para la Comisión de Ética Parlamentaria, uno que regule la conducta de los encargados de aplicar el Código de Ética Parlamentaria? ¿Un código que proteja al otro código? Por supuesto que sería absurdo, pero el absurdo parece haberse apoderado hace ya buen tiempo de estas tierras. De ahí mi propuesta, irónica, de cambiar de nombre a la comisión.
En el Perú urge reaprender y revalorar la ética. La ética en sí pasa, primero, por ser consistentes (imparciales, coherentes, etc.) y, en segundo lugar, por no dañar los bienes que todos los humanos necesitamos (seguridad, trabajo y demás). Esto siempre con espíritu reflexivo. ¿Acaso hay algo más importante?
“No hay un modelo ideal o perfecto, pero es necesario pensar en opciones distintas a la que actualmente tenemos”.
La frase “otorongo no come otorongo” se ha popularizado para graficar el falso espíritu de cuerpo entre nuestros parlamentarios para pasar por agua tibia las inconductas dejándolas sin sanción. Según el Centro Liber, la Comisión de Ética Parlamentaria del Congreso archivó el 80% de las denuncias recibidas y solo dos casos han sido sancionados por el pleno. Es válido preguntarse, entonces, si ese grupo de trabajo parlamentario está cumpliendo su función.
Con la aprobación del Código de Ética Parlamentaria en el 2002 se buscó que los congresistas ejercieran funciones en el marco de determinados estándares éticos, y el organismo creado para velar por el cumplimiento de estas reglas es la Comisión de Ética.
Las comisiones de este tipo surgen con la intención de asegurar la integridad en el ejercicio de la función parlamentaria, generando condiciones para la prevención y sanción de las inconductas de las y los congresistas, así como para lidiar con los conflictos de intereses. Existen en muchos países del mundo y en la mayoría de ellos, como en el Perú, están integradas por los propios parlamentarios. Ocurre así en los países de la región con órganos similares: Brasil, Colombia, Chile, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y el Perú.
La tensión entre los valores que inspiran los estándares éticos y los intereses de cortísimo plazo que agobian a la política peruana no tiene solución inmediata y, en ese contexto, la autorregulación parece jugar en contra de la imagen pública de una de las instituciones más importantes de cualquier democracia.
¿Hay otra opción? En países de tradición anglosajona como Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido, se han buscado alternativas. En Canadá existe un comisionado de conflictos de intereses y de ética que provee dirección y asesoramiento independiente a los miembros del Parlamento. No es nombrado por el Parlamento, aunque requiere el acuerdo de los partidos con representación parlamentaria. En EE.UU. la Oficina de Ética Congresal es una entidad independiente encargada de investigar y revisar las denuncias de mala conducta contra los miembros, funcionarios y personal de la Cámara de Representantes. Está compuesta por seis especialistas independientes que no pueden trabajar ni para el Parlamento ni para el gobierno federal. Tres son nominados por el presidente de la cámara, con el consentimiento del líder de la minoría, y tres son nominados por el líder de la minoría, con el consentimiento del presidente de la cámara. En el Reino Unido la composición es mixta, con siete integrantes que son parlamentarios y siete expertos contratados en un proceso abierto y competitivo.
¿Tendría sentido pensar en algo así para el Perú? Tres ventajas que aportaría una composición independiente de la Comisión de Ética serían la imparcialidad de sus decisiones, el conocimiento técnico y la credibilidad frente a la ciudadanía. Para ello sería necesario realizar una buena selección de sus integrantes en un proceso público y transparente que garantice idoneidad, conocimiento y experiencia para el encargo. No hay un modelo ideal o perfecto, pero es necesario pensar en opciones distintas a la que actualmente tenemos.