“El Parlamento asumió la defensa del modelo democrático y, con ello, del ordenamiento jurídico”.
Es difícil encontrar casos en los que un Congreso goce de alta aprobación sostenida en el tiempo. No es cosa de tiempos, ni de geografía. Responde más bien a las responsabilidades que sobre este descansan. El Parlamento no tiene iniciativa de gasto, no ejecuta obras públicas ni desarrolla programas sociales, y para colofón está obligado a efectuar una labor de fiscalización que a veces es confundida con revanchismo u obstruccionismo. La forma colegiada en la que debe tomar decisiones –dificultada por un Legislativo fragmentado– también contribuye a su impopularidad.
Es común hablar en contra de su labor, sin embargo, debemos apartarnos de ese facilismo para advertir con objetividad que el rol que ha desempeñado el Congreso en este año ha sido de vital importancia para la defensa del modelo democrático en el que aún vivimos. En efecto, los tiempos no han sido perfectos, qué duda cabe, pero el respeto a la Constitución y la ley obligaba a evitar una solución rápida al margen de la legalidad como algunos reclamaban.
Desde su inicio, pero con especial impacto en el 2022, el Parlamento asumió la defensa del modelo democrático y, con ello, del ordenamiento jurídico, que es la línea base para sostener al Estado de derecho, aquel en el que la separación y el balance de los poderes es determinante para no caer en modelos dictatoriales o populistas.
En consecuencia, este año, el Congreso mantuvo la permanente agenda de fortalecimiento de las instituciones. La elección de seis de los siete magistrados que conforman el Tribunal Constitucional, en reemplazo de aquellos cuyo mandato había vencido tres años antes, así como la vacancia ante el golpe de Estado perpetrado por el expresidente Pedro Castillo, han sido los momentos culmen de esta labor. Sin embargo, no han sido los únicos, pues, entre una docena de medidas, se logró corregir supuestos “vacíos normativos” en las cuestiones de confianza (y con ello se eliminó la aberración jurídica denominada “denegación de confianza fáctica”), se garantizó la publicación y vigencia de las normas aprobadas por el Legislativo y se desterró el indiscriminado uso de medidas cautelares contra decisiones del Parlamento.
Si bien es cierto que el Congreso no cuenta con una mayoría holgada que tuviera clara la importantísima labor que debía desempeñar y que muchos de sus integrantes jugaron en contra de los intereses nacionales y del sistema democrático, indudablemente hubo quienes, junto con otros actores del Estado, así como de la prensa y de diferentes colectivos, se comprometieron decididamente en la lucha por la defensa de nuestra democracia.
El tiempo, estoy seguro, hará justicia a aquellos partidos y congresistas que nunca renunciaron a esta labor y que con desprendimiento han tomado la decisión de un adelanto de elecciones que dé la posibilidad de que la población separe la paja del trigo.
“Para tener un Congreso a la altura se requiere que mucha más gente entre en el ámbito de la política”.
Siempre es posible que un Congreso sea peor que el anterior.
No se trata solo de unos cuantos malos congresistas. Estamos hablando de un ecosistema que, debido a la necesidad de vínculos y pactos bajo la mesa, se convierte en un espacio de componendas, cuchillos por los aires, odios viscerales para las cámaras y abrazos en los pasillos. Por eso mismo es muy difícil que algún congresista se salve (pero, sí, felizmente varios son las excepciones). Nos enfrentamos a una estructura siniestra que debe ser reformada. Y uno de sus pilares es la famosa Junta de Portavoces: ahí se toman las grandes decisiones. Siempre fuera de cámaras. Muchas veces sin actas.
Este Congreso ha saltado con garrocha la Constitución desde que Patricia Chirinos presentó la primera y descabellada moción de vacancia hasta la moción de Adriana Tudela para que la Mesa Directiva desafuere a Pedro Castillo a la 1:30 a.m. del 12 de diciembre sin antejuicio. En el primer caso, por la banalidad de interpretar “incapacidad moral” ante cualquier estornudo; en el segundo, con los viejos métodos fujimoristas: ampliando las letras pequeñas del reglamento del Congreso, dándoles un barniz de corrección política, para reemplazar la Carta Magna con una resolución votada entre gallos y medianoche.
En medio de estos dos hitos tenemos todo lo peor de la sociedad peruana concentrado como un perfume de miasma: un congresista que viola sexualmente a su asesora y que pretende salir impune; otro que golpea por la espalda y escapa corriendo; una izquierda jurásica pactando con la derecha ultraconservadora en contra de los derechos de las mujeres y del pueblo; bancadas de un lado y de otro atentando contra la educación universitaria; y una serie de pretensiones oscuras, arregladas, según dicen, con pactos monetarios, que al parecer es lo que prima en las acciones volitivas de la mayoría congresal.
La izquierda del Congreso tiene lo suyo: lo primero fue perder la Mesa Directa del 2021 por falta de reflejos políticos. Lo segundo fue partirse. Lo tercero, pulverizarse. Todas las normas que esperan trabajadores, pueblos indígenas, niñas y mujeres desaparecidas, bienes de la naturaleza, reformas electorales, normas de promoción de la agricultura familiar, se han postergado. Prima la política del menudeo. La coyuntura absorbe con sus fauces algunas buenas intenciones.
¿Cómo evitamos que el próximo Congreso sea peor? No va a ser fácil, pero mínimamente se requiere: 1) renovación por tercios; 2) bicameralidad; 3) ampliar las curules, porque varias regiones están subrepresentadas; y 4) representación indígena. Son propuestas que van contra el sentido común de la gente que odia el Congreso o que preferiría que no existiera. Pero hay que decirlas.
Igual no hay fórmula segura. Para tener un Congreso a la altura se requiere que mucha más gente entre en el ámbito de la política y así hacerle frente a las congresistas TikTok, a los ultraconservadores con mantra anticomunista, a la izquierda jurásica y a la militarización de la política.