“No es conveniente que […] se recargue a algunos sectores de la ciudad con parámetros edificatorios que podrían generar colapsos de la infraestructura de servicios”.
En noviembre pasado, el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento publicó el proyecto de Reglamento de Vivienda de Interés Social (Reglamento VIS). Al respecto se han suscitado dos posiciones antagónicas. Por un lado, están los que critican que los parámetros propuestos por el ministerio exceden sus competencias y no garantizan condiciones adecuadas de habitabilidad, al aumentar de manera abrupta las densidades. Por el otro, los que consideran que la flexibilización del diseño de los proyectos de vivienda social es una medida clave para garantizar que más familias puedan acceder a esta.
Ambas posiciones parecen centrarse en cuál es la mejor forma de responder ante el síntoma de los elevados precios del suelo que limitan la producción de viviendas. Sin embargo, pasan por alto la causa de dichos incrementos de precio explicada, en gran parte, por la política de vivienda de los últimos 30 años.
En efecto, desde el Estado han existido dos líneas de acción respecto a la vivienda. La primera, constituida por los subsidios a la demanda mediante el crédito Mi Vivienda y los subsidios de Techo Propio. La segunda, constituida por la regularización jurídica y urbanística de las ocupaciones informales mediante la titulación masiva y las obras de mejoramiento. Ambas han tenido impactos en el incremento del valor del suelo.
Los subsidios a la demanda inducen aumentos en el precio del suelo, razón por la que la tendencia en los países en los que se aplican estas políticas es que se incremente el monto de los subsidios para cubrir las rentas del suelo.
La regularización también tiene ese efecto. Cada sol que se invierte en agua y desagüe en ocupaciones informales o en la creación de pistas y veredas tiene un efecto que genera el alza en el mercado del suelo. Lo mismo ocurre con la entrega de un título de propiedad. Este efecto no se circunscribe solo a los asentamientos informales, sino al resto de las áreas consolidadas que al contar con adecuados sistemas urbanísticos concentran, a medida que la ciudad se expande por efecto de las mismas ocupaciones informales, mejores ventajas de localización y, por ello, aumentan su valor.
Así las cosas, no es conveniente que ante las limitaciones económicas de seguir subiendo el monto de los subsidios habitacionales (una medida que tampoco sería recomendable), ni ante la falta de decisión política por ponerle fin al régimen “temporal” y “extraordinario” de formalización –que ya lleva casi 30 años de existencia–; se recargue a algunos sectores de la ciudad con parámetros edificatorios que podrían generar colapsos de la infraestructura de servicios, impactos negativos en el transporte y otros problemas de habitabilidad.
Dejemos de discutir sobre los síntomas y enfoquémonos en las causas. En esa discusión, la propuesta de “Reglamento VIS” tiene mucho camino por recorrer. Asimismo, es importante construir un espacio de gobernanza de la vivienda social, en el que se compatibilicen las competencias del gobierno central en la promoción de estas (en especial las de tipo prioritario) y las competencias de planificación urbana de las municipalidades provinciales.
Así, el ministerio podría evaluar las prioridades en la reglamentación de la Ley de Desarrollo Urbano Sostenible, ya que contar con un reglamento de planificación y después pasar al de vivienda social, sin reglamentar antes los instrumentos base suelo, es pretender hacer un salto con garrocha, sin garrocha.
“Me llama la atención que varios alcaldes de distritos limeños se opongan a la construcción de viviendas sociales dentro de sus jurisdicciones, en defensa de la ‘residencialidad’ de sus distritos, cuando es todo lo contrario”.
Hace muchos años, un amigo constructor me convocó para elaborar un proyecto que le había solicitado una cliente, para diseñar una casa. Al momento de darme el encargo, me enfatizó que tenga en cuenta que se trataba de “una residencia”, es decir que debía entender que se trataba de una casa VIP. Por un momento apareció en mi mente un recuerdo de la niñez, cuando escuchaba a la gente mayor referirse a esas casas suntuosas que había en las avenidas Arequipa o Javier Prado como “residencias” para diferenciarlas de una simple casa.
El concepto de residencialidad, tal como lo entendemos arquitectos y urbanistas, tiene poco que ver con esa idea difundida y asociada a la “residencia” como la casa o el departamento opulento que se maneja en forma coloquial. Por el contrario, aumentar la residencialidad es hacer que el uso de suelo de una ciudad o sector urbano se destine en gran parte al uso de vivienda, porque consideramos que la actividad residencial es la mejor forma de activar la dinámica urbana y hacer sostenible una ciudad. Hacer vivienda es, en el fondo, hacer ciudad. Todo lo demás –equipamiento y servicios– llega por añadidura.
Por eso, me llama la atención que varios alcaldes de distritos limeños se opongan a la construcción de viviendas sociales dentro de sus jurisdicciones, en defensa de la “residencialidad” de sus distritos, cuando es todo lo contrario: a más viviendas, más residencialidad y, por lo tanto, más ciudad.
Hace mucho que en varios distritos se está regulando para que los departamentos sean de mayor tamaño; pues a mayor cantidad de metros cuadrados, más costo y menos accesibilidad. Lo mismo pasa con el proyecto de Reglamento de Vivienda de Interés Social del Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, que se centra básicamente en el tamaño y no en el precio. Así, una “vivienda social” –según la norma– deberá tener un área establecida y una determinada composición de espacios. Pero hay una variable que la hace distinta: el costo del suelo, que evidentemente no será el mismo en las zonas centrales que en las zonas periféricas. Dos viviendas con áreas idénticas, construidas con materiales y sistemas constructivos idénticos, costarán distinto, dependiendo del lugar donde se ubiquen.
Sin embargo, el problema real parece ser otro. Colocarse bajo el rótulo de “vivienda social” hace que constructores inescrupulosos se beneficien de la norma que da la posibilidad de tener mayor altura en sus edificios, menos área libre, menos exigencia de estacionamientos y departamentos más pequeños –y, por lo tanto, más fácilmente vendibles–, aunque sus precios estén muy por encima de lo que establecen los programas financieros como Techo Propio, por ejemplo. Lo que se tendría que hacer en este caso es obligar a los que han construido al amparo de esta norma a vender con los precios de una “vivienda social”.
En consecuencia, la solución no pasa por ser excluidos de la norma, como proponen varios alcaldes que afirman actuar en defensa de la “residencialidad” de sus distritos. La norma –como tiene que ser– vale para todos, sin excepción, y puede ser muy beneficiosa para lograr mejorar la calidad de vida de la ciudad en sectores deprimidos que podrían ser objeto de programas de renovación urbana o en zonas de la periferia que permitan la construcción de conjuntos habitacionales con mayor densidad poblacional.