“Ambos países son potencias económicas y ahora compiten por el liderazgo mundial”.
En el 2019, China le robó el protagonismo a Rusia en la Conferencia RSA, el foro mundial prioritario para la industria de la ciberseguridad. Desde Washington, expertos de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) admitieron que China representaba una “amenaza” para los sistemas estadounidenses, desplazando a Rusia, el adversario más antiguo, habitual y potente de EE.UU. en el ciberespacio.
Fue allí donde Rob Joyce, principal asesor de seguridad cibernética de la NSA, dijo la frase que aún retumba: “Rusia es un huracán. Llega rápido y duro. China es el cambio climático. Largo, lento y generalizado”.
Ya todos conocemos la guerra de globos entre EE.UU. y China. El primero afirma que es un globo espía, el segundo asegura que es un globo meteorológico. En el siguiente episodio de esta saga, Washington acusa a Beijing de implementar un programa de vigilancia global dirigido a más de 40 países en los cinco continentes, Beijing denuncia que Washington ha enviado más de diez globos sobre su territorio desde el 2022. Las promesas de evitar el conflicto y trabajar juntos del presidente estadounidense Joe Biden y su homólogo chino, Xi Jinping, durante el encuentro del año pasado en Bali, se las llevó, una vez más, el viento.
Aquí lo que está en juego es la hegemonía. Ambos países ya son potencias económicas y ahora compiten por el liderazgo global, algo que EE.UU. ya alcanzó y China está cada vez más cerca de alcanzar. Los reclamos de Washington para que Beijing se comprometa con normas y valores internacionales son percibidos por este último como una trampa para limitar su ascenso con un marco que solo se ajusta a Occidente. China no tiene intención de quebrar el nuevo orden mundial, sino de remodelarlo, y para eso está comprando tiempo.
Otros que están ganando tiempo son sus mandatarios. Biden ya está moviendo sus fichas para su reelección en el 2024, buscando suavizar la recesión económica, y Xi se apura en la reactivación después del triste final que desencadenó el levantamiento de la política ‘cero COVID-19′ que tuvo encerrado al país por tres años. En el 2022, el comercio bilateral entre EE.UU. y China alcanzó un récord de US$690.600 millones. Algo que Biden y Xi no pueden olvidar si desean mostrar capacidad para gobernar.
Ambos saben que una guerra destruiría las economías de EE.UU. y China. Lo que deben evitar los demás países, especialmente aquellos con menor capacidad de maniobra y alto riesgo de ser absorbidos por las tensiones y rivalidades entre estos dos colosos, es tomar partido. Queremos competencia entre EE.UU. y China, que hasta puede beneficiarnos, no queremos conflicto. Esta no es una guerra fría, es una guerra de globos, y los globos se desinflan.
*La autora es Doctora en Antropología con especialidad en China y docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
“China y EE.UU. tienen más intereses en común de los que tenían los protagonistas de la anterior guerra fría”.
Hay una discusión entre internacionalistas sobre si existe hoy una guerra fría entre China y EE.UU.
Sin duda, hay diferencias respecto de la que sostuvieron EE.UU. y la Unión Soviética, y que duró desde poco después del final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín. Una de ellas es que China no pretende exportar el comunismo al mundo entero, menos aún si no lo aplica localmente. Busca, eso sí, que la democracia no sea un valor universal y, por lo tanto, no se pretenda imponerla y juzgar a los países bajo su prisma. También apunta a demostrar la superioridad de su sistema político, en especial, a través de la manera en que hizo frente a la pandemia del COVID-19, aunque esa narrativa haya perdido muchísima credibilidad en las últimas semanas.
Otra diferencia es que la economía estadounidense y la china están sumamente interconectadas y nunca habrá un verdadero desacople entre ellas, más allá de las restricciones estadounidenses a la exportación de chips y medidas de tipo ‘nearshoring’ para hacer menos vulnerables las cadenas de suministro.
Sin embargo, por otro lado, está claro que no se está únicamente ante una competencia puramente económica y tecnológica entre EE.UU. y China. Hay un importante componente geopolítico y militar. En especial, el que concierne al objetivo estratégico que tiene China de expulsar a EE.UU. de la región del Indo-Pacífico. Con esa perspectiva en mente, ha dotado a su Marina de la mayor cantidad de embarcaciones del mundo, aunque todavía esté muy por detrás de la estadounidense en términos de poderío.
El Gobierno Chino también está aplicando la política de los hechos consumados en el sur del mar de China, con la instalación de bases militares en islotes en una zona marítima que reivindica como suya, en detrimento de los países ribereños y en violación del derecho internacional. Asimismo, envía recurrentemente navíos y aviones al encuentro de embarcaciones de guerra y naves estadounidenses y occidentales que, en aplicación de la libertad de navegación, circulan en la zona. Se ha estado muy cerca de colisiones en algunas ocasiones que pudieron derivar en un enfrentamiento bélico.
El tema de Taiwán es también crítico, por la firme intención de China de reincorporarla a su territorio, incluso por medios no pacíficos.
Otros componentes de la guerra fría son el potenciamiento militar en general –incluyendo en materia nuclear–, la lucha por la influencia en el mundo, la construcción de alianzas y los consabidos espionajes de uno y otro lado, entre otros aspectos.
En ese escenario, siempre es factible que la temperatura aumente y pueda llegarse a una escalada mayor y a una guerra caliente.
Ciertamente, el diálogo no está excluido y ambos países tratan de mantenerlo para bajar la temperatura. Después de todo, China y EE.UU. tienen más intereses en común de los que tenían los protagonistas de la anterior guerra fría.