“El funcionario tiene el deber de impedir que otros, incluyendo sus familiares, cometan delitos”.
El 24 de julio de 1985, una explosión en Surco puso al descubierto un laboratorio que procesaba hasta media tonelada de clorhidrato de cocaína por semana y que pertenecía a Reynaldo Rodríguez López, ‘El Padrino’, lo que dio lugar al llamado Caso Villa Coca. El 1 de noviembre de ese mismo año, Reynaldo y Manuel, su hermano, fueron capturados en Ancón, y en junio de 1989 condenados a 25 años de prisión. Manuel, en su lacónica defensa, se limitó a decir: “Soy su hermano, pero no sé nada”.
Mirar para otro lado, enterrar la cabeza, meter el ala bajo el brazo o hacerse el de la vista gorda son las formas coloquiales que describen la llamada ignorancia deliberada, la ‘willful blindness’ del derecho anglosajón. Pero en el ámbito de los delitos de infracción de deber, como los que afectan a la administración pública, los funcionarios responden no solo por lo que hacen, sino también por lo que dejan de hacer, por la conducta omisiva de evitar que otros funcionarios o particulares cometan delitos que afecten los intereses del Estado. El funcionario tiene bajo su custodia una institución, la funcionalidad del servicio público dentro de su ámbito de competencia, lo que implica ese deber de impedir que otros, incluyendo sus familiares, cometan delitos contra los intereses del Estado.
Los casos contra Juana, Rosa y Pedro Fujimori; Margarita y Pedro Toledo; Alexis y Antauro Humala; César Vizcarra; Lilia y Yenifer Paredes; y ahora contra Nicanor Boluarte Zegarra son expresión del posible abuso del poder presidencial que compete tanto al presidente como a su entorno. En un Estado de derecho, el poder del presidente no puede ir más allá de su gabinete de trabajo, secretarios, asesores, ministros, etc., todos dentro del marco de la función pública, con capacidad de ejercer el poder público y rendir cuentas por ello. Sin embargo, el caudillismo, los sesgos cognitivos y volitivos que se generan en cualquier entorno de poder, público o privado, conlleva a que ese poder presidencial se extienda, de facto y no de iure, a sus familiares, amigos y a todo aquel que diga actuar por cuenta del mandatario.
Con todo, decir que “mi hermano puede recibir a quien se le pegue la gana” y más “porque es su santo o su cumpleaños” es apenas un argumento emocional de la presidenta Dina Boluarte para declinar o claudicar de sus deberes. Esto es ignorar deliberadamente los indicios tomados por la fiscalía para el inicio de las investigaciones contra su hermano por colusión desleal y tráfico de influencias, en particular las reuniones con autoridades, como Nixon Hoyos, alcalde de Nanchoc, cuyo distrito recibió alrededor de S/20 millones para obras, lo que solo fue posible con la intervención del MEF y sin que otras localidades hubieran tenido la misma suerte. Como dice la Constitución, la presidenta tiene el deber de cumplir y hacer cumplir las leyes, ello le impone como jefa del Estado un deber reforzado, el más alto deber de evitar todo abuso de poder y sin mirar para otro lado.
“La falta de transparencia en la gestión que se apreció en el gobierno de Castillo se repite y se mantiene en la actual”.
Esta semana, el Ministerio Público decidió abrir investigación fiscal contra el hermano de la presidenta Dina Boluarte, Wigberto Nicanor Boluarte Zegarra, por los presuntos delitos de colusión agravada y tráfico de influencias. El caso gira a torno a las diversas visitas que este habría recibido de funcionarios públicos que luego se habrían visto beneficiados con desembolsos de dinero en favor de las entidades públicas a su cargo, como es el caso, entre otros, del municipio de Nanchoc (Cajamarca), a través de su alcalde Nixon Hoyos Gallardo; así como respecto de contrataciones realizadas por el Estado en favor de personas que también habrían sido asiduos visitantes del hermano de la presidenta.
Lo cierto es que, independientemente de que se logre o no demostrar que se afectó el correcto y buen funcionamiento de la administración pública, queda claro que la falta de transparencia en la gestión presidencial que se apreció en el gobierno de Pedro Castillo se repite y mantiene en la actual gestión, extendiéndose al entorno de la máxima representante del Ejecutivo, como lo es, a la fecha, la señora Boluarte.
Lo recientemente denunciado por los medios y acogido por la Procuraduría solo contribuye a empeorar la actual crisis institucional por la que venimos atravesando; lo que, en definitiva, no nos ayudará a salir del marco de recesión económica aceptado tardíamente por el ministro de Economía, Alex Contreras.
¿Tan difícil es entender que la clave de una lucha contra la corrupción es la transparencia en la gestión?, ¿realmente existe una voluntad de combatir los actos de corrupción y reforzar las instituciones en nuestro país? Pareciera que esa no es una de las prioridades en la agenda de ningún poder del Estado; dado que ni el Ejecutivo ni el Legislativo han dado alguna muestra de interés por la recuperación de la confianza de la ciudadanía en las instituciones.
¿Cuándo llegará la época de la cultura de la trasparencia y de la legalidad? ¿Estaremos vivos para cuando eso ocurra? De momento, no nos quedará más que esperar con paciencia el resultado de las investigaciones fiscales que se han iniciado en torno a este caso, sin olvidar que, como ciudadanos peruanos, también podemos contribuir –desde nuestro atril– con la cultura de la ética y con la construcción de un concepto y un modelo de ciudadanía digno de nuestro querido Perú.