“El Perú es un país complicado de gobernar, pero cuando no existe hoja de ruta es aún más difícil”.
Se dice que los seres humanos estamos en constante contradicción y Dina Boluarte no es la excepción. Lejanos son los tiempos en los que Boluarte proclamaba lealtad a Pedro Castillo, llegando a declarar –cuando era ministra de Estado– que si Castillo se iba, ella también.
Boluarte es una política opaca, no despierta simpatía, ni tiene un aura ni mística particular y, sobre todo, se le percibe como ausente; otros miembros de su Gabinete, principalmente el primer ministro, parecen contar con mayor protagonismo que ella y sus sucesivos viajes al exterior han significado un duro golpe. Es así que nueve de cada diez peruanos la desaprueban. La oposición ciudadana a su gestión está resignada al statu quo, pues se percibe que culminará su mandato y, por lo tanto, las movilizaciones sociales contra su gestión no se han reactivado a los niveles de principios de año.
La gestión de Boluarte este año ha sido insatisfactoria para cubrir las demandas ciudadanas. La principal preocupación de la población es la inseguridad y la delincuencia. En ello, el Gobierno prioriza medidas populistas –como el aumento de penas por crímenes– y, además, adopta un discurso populista que colinda con lo xenofóbico al culpar a la población venezolana del aumento de la ola del crimen. Cada día ocurren más tragedias por falta de presencia policial, como la ocurrida en Pataz este último fin de semana.
No menos importante es el hecho de que el Gobierno ha demostrado ser ineficaz en revertir la recesión económica que actualmente vivimos, lo que genera hambre y pobreza. El primer error fue no aceptar que existía una recesión durante meses. El segundo error ha sido tener demasiada confianza en que un ‘shock’ de inversión pública y planes de empleo temporal puedan reactivar la economía. El tercer error ha sido no atender las demandas del sector privado, como revertir la agenda laboral restrictiva impuesta por el gobierno anterior y asignar lotes petroleros a Petro-Perú. Se proyecta que la inversión privada caerá en 8% este año según el BCR, lo que impactará en la generación de empleo y además aumenta la motivación de cada vez más (jóvenes) peruanos que buscan dejar el Perú.
Mientras tanto, el Congreso de la República está más preocupado en emitir leyes populistas que en fiscalizar adecuadamente al Gobierno. Boluarte no cuenta con una bancada congresal debido a que la izquierda la defenestró en el momento del rompimiento con Pedro Castillo. Sus tímidas alianzas con el centro congresal –por el momento– permiten que su mandato no culmine prematuramente. A diferencia de Martín Vizcarra –que también llegó al poder como vicepresidente–, Boluarte no cuenta con capital político para polarizar con el Congreso, lo que aumenta la frustración ciudadana en ambos poderes.
El balance del primer año de Dina Boluarte en el poder es insatisfactorio. El Perú es un país complicado de gobernar, pero cuando no existe una hoja de ruta es aún más difícil.
“Si bien Boluarte no tenía muchas opciones, pudo no haber aceptado la Presidencia de la República”.
Hace un año la presidenta Dina Boluarte asumió el poder tras el autogolpe de Estado del expresidente Pedro Castillo. Los dos hechos más resaltantes de su gobierno han sido la violación de derechos humanos y el deterioro económico. Dado que ambos hechos serán abordados de largo por activistas y economistas, quisiera enfocarme en un balance de carácter más político.
Boluarte jamás debió asumir la Presidencia de la República. Desde un inicio, era notorio que no iba a tener ninguna capacidad para hacer un gobierno propio. En diciembre del 2022, ya resultaba evidente su imposibilidad de trabajar con Perú Libre y los maestros, sus aliados primigenios. Contra lo que los sectores progresistas deseaban, también era imposible que reeditara el modelo de Martín Vizcarra. Parlamentariamente, el antifujimorismo no sumaba más de diez bancas, y en la calle ya parecía estar exhausto. Para alguien como Boluarte, obsesionada con ponerse la banda presidencial a cualquier costo, lo único seguro era la llamada “coalición de derecha”. Su tácita alianza con este sector ha marcado el derrotero de su administración.
La “coalición de derecha” es una unión entre diversos grupos de interés, desde fanáticos religiosos hasta mafias de diverso tipo. Aunque se presentan como anticomunistas o antiprogresistas, su rasgo definitorio radica en su falta de un derrotero amplio. Todos estos grupos tienen objetivos particulares y segmentados: desde dar la “batalla cultural” contra la agenda 2030, hasta obtener prebendas, que van desde la desregulación a las universidades-negocio hasta –como estamos viendo hoy– la exculpación de sus líderes políticos, sobre los que suelen pesar graves acusaciones (o penas). El patrimonialismo de la coalición de derecha ha definido el accionar del gobierno de Boluarte: reactivo, prebendario, negligente e inepto. Una coalición de gobierno sin rumbo tiende a engendrar un gobierno sin rumbo.
El gobierno de Boluarte nace de una crisis de sobrerrepresentación. En el Perú, la incapacidad de agregación ha llevado a que todo disentimiento produzca un grupo de interés. Cuando en un gremio empresarial hay un sector que se siente subrepresentado, forma su propio gremio. Lo mismo sucede en iglesias, partidos, sociedad civil y hasta mafias. Estas subdivisiones son extremadamente minoritarias y representan objetivos muy personales, que usualmente tienden a colisionar con los objetivos mayoritarios de la sociedad. El gobierno inepto de Boluarte es una expresión de esa ruptura social. Sin embargo, aunque hace un año Boluarte no tenía muchas opciones para elegir en materia de gobernabilidad, sí pudo haber hecho algo mejor para el interés general (y para ella misma): no haber aceptado la Presidencia de la República.
En diciembre del 2022, la presidenta aceptó actuar de pararrayos de una coalición de intereses minoritarios y patrimoniales. Un orden sustentado en intercambios particularistas antes que en un proyecto más amplio y programático se hace extremadamente volátil e ingrato. Cuando la coalición implosione y la presidenta reaccione, no habrá Club Apurímac, Keiko, Biden o CIDH que la defiendan.