Los resultados preliminares de las elecciones presidenciales y parlamentarias 2021 sorprendieron a la mayoría: dos candidatos con tendencias políticas opuestas, pero ambos catalogados como conservadores, disputarán la segunda vuelta. Este escenario ha motivado a los peruanos a cuestionarse si el Perú sigue siendo un país conservador. Dos especialistas lo analizan.
Los dinosaurios van a desaparecer, por Piero Vásquez Agüero
“Cuando las prioridades de muchos de nosotros no han pasado a la segunda vuelta es necesario ver lo alcanzado para retomar el impulso”.
El conservadurismo peruano es el dinosaurio que desconoce el meteorito. Aunque siga rondando por ahí, su tiempo está contado. Ante un revés electoral que a muchos nos dejó fuera de foco es importante que prestemos atención a los detalles, porque los cambios no suceden de un día para el otro. Quiero referirme aquí a algunos hechos transformadores que vale la pena resaltar y recordar: la presencia de personas LGBTIQ+ y la eutanasia en el debate político.
Durante esta campaña electoral, postuló al Congreso la segunda mujer transgénero en nuestra historia republicana, y un grupo de personas que orgullosamente declaradas LGBTIQ+ ofrecieron propuestas políticas para erradicar la discriminación por prejuicio y la violencia de género. De los dieciocho partidos en competencia presidencial, tres incorporaron una plataforma electoral enfocada en la reivindicación de nuestros derechos humanos y otros seis reconocieron a la comunidad LGBTIQ+ como un grupo vulnerable. ¿Es poco? Frente al resto de partidos que nos invisibilizan, sin duda; pero escuchar propuestas políticas que nos hablen con nombre propio es ya un avance hacia nuestra ciudadanía integral.
El caso más avanzando en la jurisdicción nacional sobre matrimonio igualitario fue rechazado por el Tribunal Constitucional a finales del 2020; sin embargo, tres de los siete magistrados votaron a favor del reconocimiento del derecho a la familia y al matrimonio de las parejas del mismo sexo. Pese al resultado decepcionante y doloroso para los esposos litigantes, sabemos que por lo menos 1,7 millones de personas en el Perú estuvimos hinchando con ellos, gracias a la primera encuesta (Ipsos, 2020) sobre personas LGBTIQ+, que reveló importantísima información después de décadas de oscurantismo y censos heteronormativos.
En esta misma línea judicial, hemos presenciado en los últimos años la discusión pública sobre el derecho humano a la muerte digna, gracias a una mujer valiente que llegó hasta los tribunales para contar su historia y reclamar su derecho. La justicia le dio la razón y las procuradurías estatales no apelaron la decisión, confirmando que la sentencia, ahora firme, era propia de un Estado de derecho. Aunque el delito de la “muerte piadosa” no ha sido erradicado de la norma penal, la discusión pública y la lucha social emprendidas nos dejan una sociedad un poco más democrática.
El Estado Peruano en su tradición conservadora insiste en mirar para el otro lado cuando se trata de los derechos de algunas personas. Este desentendimiento pasa, entre otras cosas, por el pánico de mover el statu quo que pueda transgredir las cuotas de poder de algunos grupos. No pretendo celebrar migajas ni felicitar decisiones que son obligaciones estatales. No obstante, cuando las prioridades de muchos de nosotros no han pasado a la segunda vuelta es necesario ver lo alcanzado para retomar el impulso y decidir cómo canalizaremos esta agencia política. Ya no desde un discurso de identidades, sino como una necesaria reivindicación de derechos propia de un Estado democrático. Reflexionar, en última instancia, qué trayectoria tomaremos para ser ese meteorito para esos dinosaurios.
Una nación conservadora, por Juan Fonseca
“Somos un pueblo que ama sus tradiciones”.
En una encuesta publicada el año pasado por Ipsos, el 65% de peruanos se declaraba conservador o semiconservador, lo que implica que hay distintos grados de conservadurismo, como también distintas formas de serlo. Hay quienes son muy conservadores en lo social, pero progresistas en lo económico y viceversa. El conservadurismo peruano es complejo y dinámico.
Además del dato estadístico, hay variables que parecen sustentar la idea de que somos una nación conservadora. Por ejemplo, el temor al cambio. Somos cautelosos cuando se trata de experimentar con nuevas fórmulas para resolver viejos problemas y desconfiamos de quienes se atreven a hacerlo. Los que se atrevieron a romper esquemas antiguos que no hacían bien a los ciudadanos vivieron incomprendidos o terminaron asaltados por los guardianes de las tradiciones: Manuel Pardo ante el militarismo, González Vigil ante el ultramontanismo católico, María Alvarado ante el machismo, Rumi Maqui ante el gamonalismo. Atreverse a pensar o hacer distinto, sea en el ámbito que sea, no es encomiado en el Perú.
También influye el peso de la historia. Somos un pueblo que ama sus tradiciones y venera su pasado. Nos empachamos de historia para explicar estructuras y coyunturas presentes. Creemos que muchos de nuestros grandes problemas tienen raíces coloniales y que nuestras escasas virtudes nacieron en tiempos prehispánicos. No niego su verdad. La corrupción, como lo mostró Alfonso Quiroz, es casi consubstancial a la construcción de nuestras instituciones. Pero a veces el exceso de historicismo nos acostumbra a la comodidad del legado recibido. En particular cuando se trata de tocar tradiciones o instituciones sacralizadas. Por ejemplo, el lugar de la Iglesia en el Estado o los modelos tradicionales de familia y sexualidad. Pero también en las actitudes hacia el modelo económico neoliberal. “No tocar el modelo” parece un mantra religioso para gran parte de nuestra élite y de un importante sector de la población. El neoliberalismo es casi una religión y sus creyentes peruanos su rama más dogmática. Y no es que todo en el modelo esté mal, solo que a veces ni se permite repensarlo.
Hace unos años Rafael Roncagliolo enjuiciaba así al Perú: “El Perú es el país más conservador de América Latina. Hay un sentido común producto de la historia, de los medios de comunicación, de la clase política que tiene como referencia la cultura política del siglo XIX y no la del siglo XXI” (2013). Ese sentido conservador en lo económico y político se extiende a otros ámbitos. El enfoque de género, los derechos de las mujeres y las minorías LGTBI y diversas libertades siguen siendo tabú para la mayoría del país y de su clase política. Los pocos que se atreven a cuestionar ese sentido común saben que deben enfrentar más obstáculos que quienes solo buscan perpetuar lo recibido. Lo interesante es que esa minoría no se rinde, es cada vez más numerosa. Y sabemos que ellos son quienes pasan a la historia, incluso de naciones tan conservadoras como la nuestra.
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