A inicios del siglo XX subsistían en el Perú rezagos del fuero eclesiástico, en que las leyes canónicas se anteponían a las normas del Estado cuando se trataba de juzgar –no solo por infracción a las leyes de la Iglesia, sino a las civiles y criminales– a sus clérigos de cualquier jerarquía.
Con la Carta de 1933, la separación entre el Estado y la Iglesia Católica fue mucho más clara. En años previos se habían aprobado leyes de secularización del matrimonio civil, registro civil (de nacimientos y matrimonios) y divorcio vincular.
Hoy no queda duda de que el Perú es un Estado secular, aunque la Constitución siga proclamando, en el capítulo Del Estado, la Nación y el Territorio, artículo 50: “Dentro de un régimen de independencia y autonomía, el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración. El Estado respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas”.
Esto significa que estamos en un Estado laico, que la religión católica es una confesión opcional que convive con otras y que no tiene más valor que el moral para quienes la profesan.
La fe católica es enteramente voluntaria, separada de las leyes del Estado, que subsiste con otras confesiones igualmente respetadas por el Estado, aunque su énfasis esté en la católica por ser mayoritaria y por su aporte a la formación histórica y cultural del Perú, tanto colonial como republicano.
El fuero eclesiástico fue defendido por los canonistas, donde todas las causas civiles y penales contra los ministros cristianos eran competencia de los jueces eclesiásticos, excluyendo a los jueces ordinarios de la República. Explicaron que no les resultaba justo que los sacerdotes, que tenían la misión de juzgar a sus fieles, sean a su vez juzgados por estos, con menoscabo del respeto que debían merecer los representantes de Cristo en la tierra encargados de señalar el camino de la salvación. El Concilio de Macón (579) dijo: “Sería indecoroso que los sacerdotes fueran sometidos al juicio de los seculares, a quienes administran la eucaristía y los demás sacramentos”.
Hace varios lustros que la Iglesia Católica soporta diversas acusaciones por formas de abuso sexual contra los fieles que se acercaron con fe a quienes predicaban la palabra del Señor, sobre todo con gravísimas agresiones a menores.
Quizá movidos por la historia del fuero eclesiástico y la vergüenza del escándalo, recién los más altos dignatarios de la Iglesia han reconocido que la primera respuesta no fue la más apropiada. El silencio, la sordidez de la tapadera y el solo alejamiento del abusador fueron sus principales reacciones.
Sin embargo, los abusos sexuales son, además de pecados capitales según la ley de Cristo, delitos muy graves contenidos en el Código Penal, que es aplicable –sin excepción– a todos los ciudadanos, incluidos, sin duda, los representantes de la Iglesia Católica, cualquiera sea su jerarquía o denominación. Especialmente en la medida en que las leyes canónicas de la Iglesia no tienen validez jurídica en la sociedad civil, ni en el Estado de derecho, sino solo vigencia moral para quienes abrazan la fe cristiana.
Pero el abuso sexual –y en particular la pedofilia– es un grave delito contra seres obnubilados o engañados por falsos profetas, que utilizan la fe cristiana, su autoridad moral y, en muchos casos, la edad de los fieles como instrumento de depravaciones, arruinando la vida a sus víctimas con permanentes secuelas psicológicas.
En estos casos no estamos solo frente a un pecado capital contra la Iglesia, ni se trata solo de seres descarriados del sendero cristiano cuyo castigo deban purgar con abstinencia, alejamiento, expulsión o excomunión. Estamos, antes que nada, frente a verdaderos delincuentes que deben ser juzgados con las leyes del Estado que castigan con especial rigor esas conductas, precisamente por su gravedad.
Lo que se debe imponer –además de la penitencia eclesial– es la ley penal del Estado, que empieza por la obligada denuncia por ‘notitia criminis’ o denuncia de parte al Ministerio Público (titular de la acción penal según la Constitución), la imputación ante un juez penal, el procesamiento público por un tribunal de justicia y la privación de la libertad por el plazo de ley para quien sea culpable. Como ocurre a diario con cualquier ciudadano infractor. Ni más ni menos.
Fue precisamente Cristo quien nos enseñó que los deberes con la fe van de la mano con los deberes ciudadanos cuando apostilló: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.