“Lo peligroso pasa cuando la libertad solamente está garantizada por la privatización y la halitosis proveniente del lucro que allí se gesta”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Lo peligroso pasa cuando la libertad solamente está garantizada por la privatización y la halitosis proveniente del lucro que allí se gesta”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
Elder Cuevas-Calderón

¿Se ha dado cuenta de que la gran mayoría de conductores no enciende las luces direccionales para cambiar de carril? ¿O que tras un choque se estacionan a la mitad de la vía? ¿O que incluso en las escuelas, la primera lección de civismo sea mirar a ambos lados para poder cruzar (o mejor dicho, para no ser atropellado)? Para algunos son nimiedades y para otros, simplemente, las reglas de sociabilidad; sin embargo, las ciudades se expresan visiblemente en su (y su ), pues este, lejos de ser una mera aglomeración de vehículos, es también una arena de disputas, jerarquías, normalizaciones, pero principalmente del derecho a la ciudad.

¿Qué tienen en común las preguntas del comienzo? Cruzar un carril sin encender las direccionales, aparcar flemáticamente los vehículos en la vía pública tras un choque (e inspeccionarnos con toda la parsimonia del mundo) o cerciorarse de que no venga ningún coche para no ser arrollado no son más que la respuesta a un orden (bien) instaurado entre los limeños: la inexistencia de la otredad. Así, los vehículos son cápsulas, pequeñas tanquetas que aíslan a sus habitantes del resto; son el escudo que les permite avanzar en un mar de obstáculos (y no de autos conducidos por otros ciudadanos con nuestros mismos derechos). No se encienden las direccionales ni se mira por el retrovisor, ni se orillan a la derecha para solucionar el choque, simplemente porque no hay nadie más allá afuera; no hay peatones ni bomberos, ni patrullas policiales, ni ambulancias a las que ceder el paso, solo un tumulto de estorbos (despersonalizados, deshumanizados, sin derecho alguno). Por eso, subirse a un auto, conducirlo es, al fin y al cabo, el modus operandi para adquirir un derecho, librarse de la afonía pedestre, o del martirio del , o del peligro de los taxis y colectivos, para así poder ganarse el derecho a ser ciudadano.

En ese escenario, la regulación del tránsito no solo es rechazada por gran parte de los limeños, sino que deviene quimera de mejora, puesto que dejar de circular es (simbólicamente) perder derechos que ya habían sido ganados con la adquisición o la utilización de los vehículos particulares. Así, no es extraño suponer que, al igual que sus pares latinoamericanos, el crecerá –puesto que ya no solo se tendrá un carro, sino dos para no verse afectados–, las opciones informales de transporte no aptos aumentarán, la contaminación alcanzará niveles tan altos dignos de declarar emergencias ambientales, y que a pesar de la alentadora prognosis, Lima (a diferencia de otras ciudades) no cuenta con un sistema de transporte organizado e integrado que comunique toda la ciudad, ni posee alternativas de sistemas de transportes no contaminantes. En pocas palabras, si cree que ya no se podría estar peor, piénseselo dos veces; aún se puede, y por mucho.

¿Qué hacer? La clave son las opciones, que no pasan solo por colocar más bicicletas o scooters, sino por devolver el derecho a la ciudad a los ciudadanos, al espacio público, al acceso y disfrute de la ciudad, a compartirla, a encontrar sujetos de derecho en el marco del libre ejercicio de desplazamiento que no dependa (exclusivamente) del transporte privado. Compleja situación, más aun en una ciudad como la nuestra que apoya férreamente la privatización y desconfía de la estatización de las instituciones. Lo peligroso pasa cuando la libertad solamente está garantizada por la privatización y la halitosis proveniente del lucro que allí se gesta.

Tal vez nuestro alcalde viene del futuro, o de un universo paralelo en el que las cosas marcharon bien. Sin embargo, en este universo, este tipo de restricciones hasta ahora no ha tenido ni por asomo buen fin. Podría ser tal vez la estrategia más innovadora del mundo o tal vez la más nefasta; solo el tiempo nos lo podrá decir.