Santiago Roncagliolo

Varias veces he sido jurado del premio literario de las cárceles peruanas que organiza la fundación Dignidad Humana y Solidaridad. Es una experiencia muy interesante para un escritor, porque refleja de un modo muy intenso lo que la narrativa hace por sus autores y por sus lectores.

Muchos de los relatos que me llegan son casi memorias personales, generalmente sobre situaciones sociales muy difíciles. Otro grupo importante explora la fantasía más esencial: los cuentos de terror, la mitología andina o los finales sorprendentes. Prácticamente no me han llegado otros géneros: ni realismo alejado de la autoficción, por ejemplo, ni narrativa histórica ni ciencia ficción.

De un modo muy directo, la creatividad en las cárceles actúa mirando hacia adentro o hacia afuera de los muros. Como terapia o como escape. Y en ambos casos, para conectar con el mundo al exterior de esos muros. Para generar en otras personas -personas que odian o temen a los presos- alguna forma de empatía. Para construir un puente entre los de adentro y los de afuera.

Eso también se refleja en la exposición Arte y Esperanza, donde la misma asociación Dignidad Humana y Solidaridad reúne el trabajo plástico de los internos. Desde hace ya 28 años, cada Navidad se exponen cientos de cerámicas, pinturas, dibujos, tallas en madera, piedra y hueso, confecciones en cuero y tela, forjados en metal y joyas hechas por otros tantos artistas, individuales o agrupados, recluidos en establecimientos penitenciarios de todo el país.

Y sin embargo, este trabajo tiene una peculiaridad que lo distingue, por ejemplo, de la escritura. Y es que también funciona como fuente de ingresos.

Al principio, en los años noventa, los talleres de trabajo plástico sirvieron sobre todo para dar algo que hacer a una población hacinada sin un propósito vital. Su primer efecto: pacificar los patios de Lurigancho, donde muchos presos dejaron de pelear y consumir pasta básica de cocaína para elaborar y comercializar sus productos.

En la segunda década, las obras mejoraron en calidad, y comenzaron a explorar la diversidad cultural del país y el imaginario personal de sus autores. Podías encontrar obras de extraordinaria originalidad expresiva.

En la exposición de este año, sin abandonar la aspiración estética, los trabajos reafirman un giro hacia lo práctico: no son obras de genios incomprendidos. Son cosas que quieres poner en tu casa. Los escaladores de metal quieren ascender por la pared de tu jardín, las vasijas amazónicas quedarían bien en tu sala, los bordados de Frieda Kahlo se los puede poner tu hija adolescente.

En un país que no siempre puede garantizar la calidad de su vida de sus presos -ni siquiera de sus ciudadanos libres-, la exposición Arte y Esperanza se ha ido convirtiendo en una empresa para ellos. Y por lo tanto, en la mejor herramienta de reinserción. Sus autores están aprendiendo un oficio que se llevarán consigo cuando salgan de la cárcel, y que usarán para no tener que volver.

Si las penitenciarías no pueden enseñar a los internos otras formas de vivir, se convierten en escuelas del crimen. Lo único que puede hacer cada preso es reproducir en el interior la vida que lo llevó ahí, ampliando así el repertorio delictivo de sus compañeros. En América Latina, lamentablemente, eso es lo que ocurre con muchísimas cárceles. Arte y Esperanza lleva casi tres décadas luchando contra esa inercia.

Esta Navidad, tú puedes ayudar en esa lucha. Y de paso, hacer un regalo muy hermoso. Más que hermoso, el mejor: cambiar una vida.

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