Rebecca Solnit

Desde hace un tiempo, las cárceles han usado palabras como “correccional”, “reformatorio” o “penitenciaría” para sugerir que están comprometidas con cambiar a los presos, pero, en la era de las políticas de mano dura contra el crimen, el sistema carcelario se ha enfocado en castigar en vez de reformar. Hasta la fecha, el sistema parece mal equipado para reconocer las transformaciones de las personas.

No son solo las cárceles y el sistema de justicia penal. Como sociedad, da la impresión de que estamos desprovistos de lo necesario para reconocer las transformaciones, al igual que carecemos de procesos formales para que quienes han perjudicado a otras personas reparen el daño como parte de su arrepentimiento o transformación.

A lo largo de las décadas, la mayoría de los que pasamos a la madurez en el último siglo hemos cambiado nuestras cosmovisiones sobre la raza, el género, la sexualidad y otros temas clave. En particular, la década pasada funcionó como un seminario a la medida sobre estos temas para quienes decidieron prestar atención.

Sin embargo, a menudo hablamos y nos tratamos como si cada uno de nosotros fuera la suma de todas sus creencias y acciones pasadas, como si no se hubiera agregado, restado ni transformado nada.

Tal vez parte del problema sea la pasión por el pensamiento categórico o, más bien, por las categorías como alternativa para el pensamiento. Algunas personas evolucionan y cambian de manera tan radical como las orugas se convierten en mariposas. Algunas bien podrían estar talladas en piedra, pues cargan a lo largo de toda su vida con las mismas creencias y valores con los que comenzaron. Unas mejoran, otras empeoran y algunas permanecen igual. Algunas cambian como resultado de procesos sociales, otras por razones individuales. Reconocer esto implica considerar caso por caso y también considerar que a veces no sabemos lo suficiente como para emitir un juicio.

La cultura judía, como menciona la rabina Danya Ruttenberg, tiene procesos claros para la redención y la reparación, en contraste con la corriente dominante en nuestra sociedad. El cristianismo le presta más atención al perdón de las víctimas, y sus tradiciones de penitencia y confesión tienden a enfocarse en hacer las paces con Dios en lugar de hacerlo con quienes fueron perjudicados. Hay algunos modelos nuevos –y uno de los principales es la justicia restaurativa–, pero para que funcionen debemos creer en la posibilidad de la transformación y aceptar la incertidumbre que conlleva: la gente puede cambiar, algunas personas lo han hecho, algunas profesan de manera falsa que lo han hecho, algunas no quieren, algunas no pueden o recaerán. Afirmar que alguien no ha cambiado tal vez sea falso, pero quizá se siente más cercano a una certeza y, sin duda, requiere menos confianza.

En todos estos casos, me topo con la necesidad de una investigación y una flexibilidad. Sin duda, el primer criterio para determinar que algo puede perdonarse es considerar si ya se terminó, porque la persona dejó de hacer el daño, renunció a los principios que produjeron ese daño, reparó o enmendó el daño, o si se volvió una persona diferente. El segundo es determinar si hay suficientes datos para tomar una decisión y quién debería decidir. La idea de que todo quede en manos de las personas que fueron dañadas parece buena a primera vista, pero da pie a la confusión entre justicia y venganza. Además, quienes no se hayan visto afectados también deben decidir cómo responder ante quienes han perpetrado el daño, ya sea para contratarlos, votar por ellos, ser sus amigos, leer sus libros, ver sus películas o simplemente creerles. No obstante, más allá de los casos individuales, hay una necesidad de un enfoque de mayor envergadura: reconocer que la gente cambia, que la mayoría de nosotros lo ha hecho y lo hará, y que una buena parte de eso se debe a que, en esta era transformadora, a todos nos está llevando la corriente de un río de cambio.


–Glosado, editado y traducido–

© The New York Times

Rebecca Solnit es escritora, historiadora y activista