La XVII Bienal de Arquitectura de Venecia –cuya inauguración prevista para mayo fue postergada para fines de agosto– se convocó bajo la pregunta How we will live together? (¿Cómo viviremos juntos?). El curador Hashim Sarkis explicaba el sentido de su pregunta: “Necesitamos un nuevo contrato espacial. En el contexto de las grandes divisiones políticas y las crecientes desigualdades económicas, llamamos a los arquitectos a imaginar espacios en los que podamos vivir juntos generosamente”.
A la luz de los recientes acontecimientos derivados de la pandemia del COVID-19, la pregunta de Sarkis, que muchos interpretábamos como una propuesta para ocupar cada vez más el espacio público y propiciar la actividad colectiva, es hoy todo lo contrario y nos manda a desocupar el espacio público y desaparecer la actividad colectiva. Hoy, el espacio vuelve a ser solo el privado, y lo colectivo se reduce a los moradores de una casa-habitación. Hoy se alienta desde todas las formas el distanciamiento social, que en realidad –como han enfatizado los sociólogos– es un distanciamiento físico. Las redes sociales y el uso masivo de Internet son las nuevas formas de relación. El espacio físico ha sido reemplazado por el virtual y todo pinta para que lo sea por un tiempo, que –parece– no será corto.
Si miramos la historia de la ciudad, veremos que han sido guerras y epidemias las que, de alguna manera, la fueron configurando. Por ejemplo, la ciudad medieval, asolada por las pestes, era una ciudad pequeña y amurallada donde el espacio público apenas existía. Las intrincadas callejuelas eran producto de un crecimiento espontáneo y su uso era meramente funcional. Pequeños espacios vacíos aparecerían vinculados a los templos, cuando las órdenes religiosas decidieron instalarse en los burgos. El humanismo del Renacimiento convertiría estos vacíos urbanos en los primeros espacios públicos, asociándolos también a actividades laicas y apareciendo en torno de ellos los primeros edificios públicos. La plaza se convertiría pronto en un espacio civil –de allí su denominación de cívica– y así se concibieron también en América las denominadas plazas mayores, más tarde renombradas como plazas de armas.
Desde que se inventó la calle boulevard en París en el siglo XIX , el espacio público ha ido tomando cada vez más protagonismo, entre otras cosas porque era motivo de seguridad y también de higiene. El boulevard nació como consecuencia de la política de control que impuso el barón Haussmann, que reformó la trama medieval de París de callejuelas intrincadas y la remplazó por amplias avenidas y plazas. Esto permitió que se pudiera vivir afuera, y así apareció el espacio público en calles y plazas más allá de los usos religiosos o cívicos. El nuevo espacio público era ahora el espacio secular del paseo y del encuentro, y así lo recogieron y celebraron los pintores impresionistas.
Pero la ciudad del siglo XIX dista mucho de ser una panacea. La enorme migración del campo a la ciudad que produjo la Revolución Industrial generó en torno de las fábricas una gran cantidad de viviendas, muchas de ellas precarias, donde se abarrotaban obreros con sus familias en condiciones de hacinamiento, tugurización y, además, sin servicios de saneamiento. Muy pronto estas poblaciones fueron víctimas del cólera, y serían las políticas higienistas las que, dotando de adecuados servicios de agua y alcantarillado y construyendo viviendas dignas para obreros, solucionarían este problema. El housing fue uno de los pilares de la ciudad moderna y la principal preocupación de los arquitectos hasta bien entrado el siglo XX. La separación de actividades fue otra de las grandes propuestas del urbanismo del siglo pasado. El zoning, o zonificación, postuló la especialización de la ciudad y la separación de los usos del suelo para habitar, trabajar, recrearse y circular.
El modelo que buscaba básicamente separar las actividades industriales y comerciales de las residenciales hace mucho que entró en crisis. Las ciudades son cada vez menos industriales y más de servicios, pero las ciudades siguen desarrollando separación entre actividades, a pesar de que, desde hace tiempo, los urbanistas están de acuerdo en que la ciudad debe ser mixta y también más densa y compacta. Los desplazamientos que produce una ciudad difusa, extendida dentro del territorio, son hoy el principal problema de las urbes, especialmente de aquellas como Lima, que tiene enormes deficiencias de transporte público y donde la gente pierde varias horas al día en trasladarse tanto en vehículos públicos como privados. Cada día en nuestra ciudad la gente pierde millones de horas que bien podría usarlas en otras actividades, como las familiares, que esta pandemia nos ha permitido recuperar.
Normalmente, los grandes cambios de la historia son procesos largos en el tiempo, pero muchas veces se producen por una crisis que puede generarse a partir de un acontecimiento fortuito que obliga, también de forma violenta, a grandes cambios. En las pocas semanas que llevamos de aislamiento vamos descubriendo cada día nuevas posibilidades que podrían mejorar, no solo las condiciones del medioambiente –como creo que ya es evidente–, sino también las condiciones en las que hemos venido viviendo. La limitación del desplazamiento nos ha llevado a encontrar algunas oportunidades como el teletrabajo. Las compras por delivery nos permiten que los productos se desplacen hacia nosotros. Las bodegas de la esquina –una tipología casi en extinción– han sido en varios barrios los principales abastecedores de productos frente al espacio inseguro del mercado y del supermercado. La vivienda, reconvertida en espacio único de residencia/trabajo/recreación, sin circulación, rompe el paradigma de la ciudad moderna. Un modelo que seguramente hace buen tiempo devino obsoleto, pero que no encontrábamos forma de superar.
Tal vez estas sean solo conclusiones parciales ante un proceso que nos genera mucha incertidumbre. Encontrar el nuevo contrato espacial –como premonitoriamente solicitaba Sarkis– será una materia en la que debamos trabajar los arquitectos y urbanistas, pues la pandemia ha acelerado el proceso que nos obliga, hoy más que nunca, a imaginar cómo viviremos juntos, con una generosidad que no teníamos y que esperamos encontrar, curiosamente, en esta crisis.
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