Desde sus inicios, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la línea de su homóloga, la Corte Europea, calificó la libertad de expresión como “la piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática”. Ambas cortes establecieron que, “sin una efectiva libertad de expresión, materializada en todos sus términos, la democracia se desvanece, el pluralismo y la tolerancia empiezan a quebrantarse, los mecanismos de control y denuncia ciudadana se empiezan a tornar inoperantes y, en definitiva, se crea el campo fértil para que sistemas autoritarios se arraiguen en la sociedad”.
Siguiendo este razonamiento, la calidad democrática de los actores políticos dependerá del tratamiento que dispensen a este derecho, por lo que un mayor aprecio por garantizar la libertad de expresión se corresponderá con un mayor talante democrático. Si aplicamos esta ecuación al caso peruano, lamentablemente casi toda la clase política representada en el Parlamento saldría desaprobada en su apego a los valores democráticos.
Está ampliamente documentado que cada cierto tiempo se organizan desde el Congreso ataques directos contra la libertad de expresión a través de la presentación de proyectos de ley destinados a desmontar el amplio reconocimiento y el estatuto de protección con el que cuenta este derecho fundamental, y que ha costado –y sigue costando– mucho tiempo y dedicación construir, mantener y enriquecer. Asistimos en estos días a una nueva asonada parlamentaria en ese sentido, a través de la tramitación de tres proyectos de ley que plantean modificaciones legislativas claramente desafortunadas.
El primero de ellos (PL 2862/2022-CR) plantea el incremento de penas para los delitos de calumnia y difamación, que protegen el honor de las personas. La exposición de motivos no desarrolla ninguna justificación razonable para esta iniciativa. Habría que ser bastante ingenuos para asumir que existe un súbito interés de los congresistas en la protección del honor de los privados que, por lo demás, está suficientemente protegido. De lo que se trata es de enviar un mensaje de criminalización al ejercicio de la libertad de expresión sobre la actuación de los políticos, que es el ámbito donde más se recurre a estos tipos penales, especialmente al delito de difamación.
Algunos congresistas defienden la iniciativa señalando que, si el periodista actúa debidamente, no debe temer ninguna sanción. El cinismo es notorio. La realidad muestra que la intolerancia a la crítica conduce a muchos políticos a denunciar a periodistas con el solo propósito de mantenerlos procesados bajo amenaza de sanción penal, invirtiendo su tiempo y recursos en defenderse de denuncias manifiestamente absurdas. La finalidad es desalentar la labor fiscalizadora de la prensa.
El segundo proyecto (PL 4177/2022-CR) plantea condicionar el ejercicio de la labor periodística en medios de comunicación regulados por el Estado a tener título profesional y, de manera sinuosa, a la colegiación obligatoria. La incompatibilidad de ambas pretensiones con la libertad de expresión fue establecida por la Corte Interamericana mediante la Opinión Consultiva OC-5 de 1985. La razón es que la labor periodística consiste en el ejercicio permanente de la libertad de expresión que es reconocida a cualquier persona sin más exigencia que su condición de tal. Hace 38 años nadie discute seriamente sobre colegiación obligatoria de periodistas, salvo nuestros congresistas que persisten en trasladarnos a controversias zanjadas el siglo pasado.
En tercer lugar, la iniciativa (PL 2170/2021-CR) cuenta con sendos dictámenes aprobados por la Comisión de Transportes y Comunicaciones (DCTC) y la Comisión de Cultura (DCC) del Congreso. Bajo el loable propósito de “promover y difundir la música, el arte y la cultura nacional” –¡quién se puede negar a ello!–, este proyecto plantea la intervención manifiestamente abusiva del Estado en los contenidos de los medios de comunicación radiales y televisivos, imponiéndoles bajo amenaza de perder su licencia que el 40% (DCTC) de su programación diaria la destinen a la difusión del “folclor, música nacional, música nacional emergente (DCC), series o programas relacionados con la historia, literatura, cultura o realidad nacional peruana”.
La propuesta asume premisas por lo menos discutibles: que existe una situación de generalizada discriminación contra tales contenidos y que la imposición de una cuota de contenidos revertirá necesariamente esa situación. Recurre a conceptos imprecisos que abren la puerta a la arbitrariedad en su aplicación: ¿qué será la “música nacional emergente”? No toma en cuenta que la Ley de Radio y Televisión ya prevé una serie de medidas orientadas a que los medios de comunicación cumplan su deber constitucional de colaborar con el Estado en la educación y la formación moral y cultural. Estamos ante un claro pretendido abuso de controles oficiales sobre las frecuencias radioeléctricas, prohibido por el artículo 13 de la Convención Americana.
Una característica no menor de estas iniciativas es que cuentan con el apoyo de casi todo el espectro político representado en el Congreso. Desde los extremos de las denominadas derechas e izquierdas, pasando por los autodenominados moderados o de centro, lo que ratifica que debemos mantenernos alertas al destino de las iniciativas en marcha, como ante un seguro próximo asedio parlamentario a la libertad de expresión, el pluralismo y la tolerancia que le son inherentes.