Si a usted, estimado ‘boomer’, testigo de vírgenes que lloran y de Joao Teixeira, le pronosticaban a inicios de los noventa que la economía peruana crecería ininterrumpidamente los siguientes 30 años seguramente habría reaccionado con incredulidad. Pero hoy puede contar la historia, su historia, con la presunción de colas y apagones que no volverán, con orgullo de haber superado aquel tiempo pasado que fue peor. Precisamente por respeto a la épica de aquellas generaciones indigna la interpretación –faltosa a los hechos y a la práctica de las ciencias sociales– que ensayan quienes sostienen que la Constitución de 1993 (C93) ha fracasado. Aquella Carta Magna que estableció los pilares de la economía de mercado y transmitió seguridad jurídica a un país moribundo no merece ser tratada con mezquindad ideologizada ni malagradecimiento.
Las evaluaciones que sostienen el dizque fiasco de la C93 aducen que la misma no ha generado ‘desarrollo’, a pesar de la bonanza económica. Este balance, empero, viene con trampa, pues llaman “fracaso” al no haber convertido a un país africano en uno nórdico, en tres décadas. Es como criticar a la selección nacional de fútbol por no haber ganado el Mundial de Rusia, pese a haber logrado su clasificación después de 36 años. ¿A qué tipo de ‘desarrollo’ puede aspirar un país latinoamericano que sale de la miseria, más allá de reducir inmensamente los índices de pobreza? En 1990, el Perú tenía un PBI per cápita de alrededor de 5.000 dólares; hoy es casi tres veces más. El PBI per cápita de Chile es de 28.000 dólares, pero ni siquiera los chilenos se atreven a catalogar a su modelo de ‘desarrollado’.
El problema del Perú no es no haber ‘alcanzado el desarrollo’ (¿qué país latinoamericano lo ha logrado?), sino tener una política disfuncional a su dinámica económica. Pero ello no es responsabilidad de la C93, sino más bien de sus reformadores y de quienes no construyeron el “segundo piso” del modelo. La C93 se ha reformado unas 30 veces, procurando, principalmente, la enmienda de la institucionalidad política (descentralización, balance de poderes, gobiernos locales). De hecho, no es casual que los capítulos económicos sean los únicos incólumes a los vaivenes de la politiquería (incluyendo las ‘autorreformas’ del propio fujimorismo y sus “interpretaciones auténticas”).
La derecha se entusiasmó con la macroeconomía y soslayó la micropolítica. El diseño institucional fue ganado por la izquierda por ‘walkover’. La disonancia entre las normas promercado y una política diseñada con utopía oenegera proviene del triple fracaso progresista: descentralización, reforma política y participacionismo. Fueron clubes de consultorías los que, en plena recuperación democrática, metieron ‘de contrabando’ una descentralización distributiva sin capacidades ni integración subnacionales (¿se acuerdan del referéndum para la conformación de regiones en el 2005 con Toledo?), reformas políticas que ignoran cómo se comportan los políticos peruanos (¿su politólogo favorito habla con políticos?), y catecismo participacionista basado en una ‘sociedad civil’ que solo existe en los informes de financiamiento para la ‘inocente’ cooperación internacional (¿qué fue de los presupuestos participativos?). Resulta que, ahora, estas mismas tribus antipartidarias y argolleras nos vienen con el cuentazo del ‘fracaso’ de la C93. ¡Andá!
Obviamente que la C93 requiere adaptarse a los cambios sociales; en anteriores oportunidades he argumentado en favor de su reinstitucionalización, pero ello supone que los defensores de las virtudes del mercado decidan romper el mediocre statu quo basado en la (dis)funcionalidad de la informalidad. La informalidad, entendida sociológicamente, se concreta, a nivel individual, en todos aquellos peruanos que desconfiamos plenamente del Estado y desarrollamos, en consecuencia, identidades negativas con respecto a la política (desde antineoliberales hasta anticomunistas). A su vez, somos ‘rational’ cholos que dominamos las reglas del mercado, a tal punto de haber sobrevivido hiperinflaciones, ‘shocks’, recesiones, pandemias, desastres naturales y la misma ineptitud política. Estamos hechos a imagen y semejanza del éxito económico de la C93 y del triple fracaso progresista con las instituciones políticas. Esta informalidad explica la paradoja de una economía que avanza a pesar de los frenos políticos.
Pero la informalidad es, como diría Eddie Santiago, antídoto y veneno. Nuestro mérito en el análisis costo-beneficio cotidiano no debería conducirnos a una mirada optimista, sino desafiante. Requerimos organizar plataformas que puedan diseñar, promover y aplicar un shock en la institucionalidad estatal, recuperando el debate sobre descentralización y reforma política, desde la premisa de una sólida y libre economía de mercado. Un Estado con plata, como el peruano, no es débil; está mal diseñado. También es menester contar nuestra historia económica deslindándola del autoritarismo noventero. El sacrificio de varias generaciones otorga la suficiente autoridad moral para imponerse a cualquier demagogia populista. La derecha democrática no requiere de una ‘narrativa’ sofisticada, sino del recobro de la memoria. ¿Acaso nuestra épica económica y social no merece su propio lugar de la memoria económica? Hoy, empero, respetadas mentes liberales se contentan, en medio de una gran turbulencia, con el ‘piloto automático’ de una presidenta impopular que ha unido a la mayoría de los peruanos, desde Piura a Puno, en su contra. Así se confirma, una vez más, que la derecha peruana nunca pierde una oportunidad de perder una oportunidad.