La Constitución de 1993 cumplió 21 años. En la historia constitucional peruana es la tercera en duración, lo que no es poca cosa. No se puede soslayar su origen ilegítimo, haber nacido como salida constitucional al golpe de Estado perpetrado nada menos que por el propio presidente de la República persiguiendo a quienes consideraba enemigos políticos.
Dos fueron los pretextos para la ruptura constitucional: la pena de muerte para el delito de terrorismo y la reelección presidencial. Lo primero se plasmó en el texto, pero fue ineficaz a la luz del Pacto de San José y la opinión consultiva vinculante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Lo segundo permitió la primera reelección del golpista. Sin embargo, al forzarse la re-reelección, más un cúmulo de excesos en materia de derechos humanos y la grave corrupción exhibida, se produjo la inevitable caída del régimen.
Parece justo reconocer que esta Constitución, pese a su origen espurio, y aprobada en dudoso referéndum, fue la que permitió la reconducción incruenta hacia nuevas autoridades legítima y constitucionalmente elegidas. Su mérito ha permitido dos recambios presidenciales más al punto que pronto ingresaremos a los previos de un cuarto recambio en el 2016, inédito en nuestra aún frágil democracia.
Mucho se ha discutido sobre el regreso a la Carta de 1979. Si bien su texto era más elaborado y su ruptura no tuvo justificación, a estas alturas es una discusión estéril.
Bien podríamos decir que la Carta de 1979 no representaba la apertura a un moderno ciclo, sino la síntesis del ocaso político de una época. Como la bella Constitución de Weimar de 1919.
La Carta de 1993 fue hecha de prisa y corriendo. Calco y mala copia de la de 1979, dice Domingo García Belaunde. Pero siendo ello cierto, y teniendo gruesos errores (Congreso unicameral, división artificiosa del sistema electoral, etc.), tiene indudables méritos: su capítulo económico ha devenido en “cláusula pétrea” o “bloque de constitucionalidad”, al punto que es imposible poder alterarlo; la Defensoría del Pueblo separada del Ministerio Público, el nuevo perfil del Tribunal Constitucional y el mayor detalle en la protección de los derechos fundamentales.
Pese a todo, ha tenido algunas reformas menores, como el voto a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, lo que otorgó mayor contenido al principio de igualdad y acercó a una minoría calificada –históricamente al margen de la participación ciudadana– a una verdadera democracia. Sin embargo, se requieren algunas mejoras adicionales, como en el tema de la regionalización; aunque ellas se darán con el tiempo y el necesario consenso. Recordemos que la actual Constitución chilena fue heredada de Augusto Pinochet. El consenso permitió paulatinos y necesarios cambios (más de 100 artículos), lo que consolidó la democracia y estabilidad política del país sureño.
Sería hermoso lograr una nueva Constitución en democracia y pleno consenso, que no solo sea eficaz (de consensos mínimos), sino eficiente (de consensos máximos). Mientras ello no sea posible y se ponga en riesgo la base de nuestro actual desarrollo y despegue económico –que debería sostenerse por dos décadas más, cuando menos, para lograr un verdadero desarrollo nacional–, exijamos a la actual el cumplimiento de los nobles fines de afianzar nuestra endeble democracia y solidificar nuestro Estado constitucional de derecho.