Si para alguien no estaba clara la magnitud de la revolución informática y de los cambios profundos que conlleva, seguramente la crisis originada por la pandemia habrá ayudado a poner las cosas en perspectiva. La transformación digital es un proceso mediante el cual la utilización masiva e intensiva de tecnología e información a través de la internet terminará por reemplazar y hacer obsoleta a una gran mayoría de las transacciones e interacciones que actualmente se hacen de manera física o presencial.
Prácticas como el teletrabajo, la telemedicina, la teleeducación, el comercio electrónico y un largo etcétera han dejado de estar “a la vuelta de la esquina” cuando las hemos visto entrando por la puerta para quedarse. Ese proceso, que era inevitable y es irreversible, simplemente se ha visto acelerado por las circunstancias, por lo que sería ingenuo pensar que todo regresará a ser “como antes” después de unos meses.
En el futuro cercano, como siempre, la diferencia entre quienes tengan éxito y quienes queden rezagados será la capacidad de adaptarse. Con el añadido de que esta vez la adaptación requiere ser muy rápida o no servirá. En este contexto, no puede perderse de vista la enorme importancia estratégica de la industria de las telecomunicaciones. Contar con una industria eficiente y competitiva, que ofrezca servicios de primer nivel, en términos de conectividad, ancho de banda, acceso universal, costos razonables, entre otros, no es hoy en día solo deseable, sino absolutamente imperativo si no queremos perder, parados en la estación, el tren del desarrollo más elemental.
Se requiere, entonces, hacer importantes inversiones en despliegue de infraestructura, equipos y capacidad operativa, no solo para estar a la altura de las circunstancias históricas (por ejemplo, implementando tecnología 5G), sino porque en ausencia de tales inversiones podríamos enfrentar, en el corto plazo, un deterioro gradual de las comunicaciones, o incluso un colapso, derivado de la congestión de las redes, cuya utilización e importancia va a seguir, no tengamos duda, creciendo exponencialmente.
Para posibilitar la inversión privada se requiere siempre –esto es elemental sentido común– incentivos económicos adecuados y una regulación que no ponga trabas innecesarias. Lamentablemente, en este aspecto, parece que no estamos tomando el mejor camino, ni uno subóptimo, sino el peor posible. Para no hablar de la falta de una ley de telecomunicaciones adecuada a la era digital (o del último proyecto presentado en el Congreso que, más bien, nos regresaba a principios de siglo pasado; o de la pretensión de Osiptel de que todas las ventas de líneas se realicen presencialmente en una tienda autorizada, o de las mil y una trabas a la instalación de antenas), resulta inquietante y sorprendente el trato que se le ha dado a la industria con ocasión de la crisis.
En resumen, se obliga a los operadores a continuar prestando el servicio, incluso a quienes no lo paguen (generándose incentivos al no pago) al tiempo que se les limita innecesariamente la capacidad de generar ingresos a través de la venta de nuevos servicios (¡justo cuando más se necesitan!). Sin embargo, sí se les exige pagar a Osiptel el “aporte por regulación”, al MTC el canon por el uso del espectro radioeléctrico y la contribución al FITEL, además de sus impuestos y otras obligaciones. En un segundo momento se ha buscado flexibilizar esto, difiriendo el pago a Osiptel y a FITEL y permitiendo la reducción de prestaciones a quienes no pagan el servicio. Pero, al final, más allá de la breve postergación (un mes) de pagos que las operadoras tendrán que hacer de cualquier modo, el hecho es que se limita innecesariamente su capacidad de generar ingresos justo cuando sus costos operativos (capacidad y mantenimiento de redes) se han visto incrementados y se les exige, además, que asuman el costo de los servicios o del crédito sobre los mismos por tiempo indefinido.
Es decir, en un contexto en que necesitamos más que nunca incentivos a la inversión en telecomunicaciones y menos trabas burocráticas con el fin de que nuestros servicios tengan un nivel adecuado para los tiempos que vivimos –y los que vienen–, pareciera que estamos haciendo lo posible, más bien, para que colapsen. Cuenta una fábula que había una vez un mercader necio, que pretendía atravesar un enorme desierto a lomo de un camello, sin darle agua y sobrecargándole de peso. Ya se imaginarán cómo termina su historia. Ojalá entendamos la moraleja.