A raíz de los recientes hechos de corrupción vinculados al poder, esta vez de varios gobiernos regionales y una organización criminal, algunos opinan que estamos frente a una situación similar a la del fujimontesinismo.
Tal afirmación es equívoca por desproporcionada. La organización criminal que lideraron Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos capturó al Estado y lo puso al servicio de su red delictiva. No olvidemos que altos funcionarios del Poder Ejecutivo –incluido el propio presidente–, destacados miembros del Poder Legislativo y los máximos dirigentes del Poder Judicial, instituciones autónomas como el Ministerio Público, la Sunat, las Fuerzas Armadas y los órganos electorales, formaron parte de esta asociación ilícita dedicada a saquear al Estado y manipularlo para el logro de sus ilegales objetivos.
Hoy no tenemos un Estado sometido a los designios del crimen organizado. Tenemos caudillos locales abusando del poder para beneficio propio y de los integrantes de sus bandas. Este era un escenario muy previsible. La corrupción florece donde hay monopolio del poder, discrecionalidad en su ejercicio y débil o nula rendición de cuentas. Cuando se optó por la regionalización, no solo se desconcentró el poder, también se desconcentró la corrupción. Esto no quiere decir que la regionalización fue una mala decisión política. Por el contrario, donde se ha implementado correctamente, ha mostrado sus bondades. Ha sido caldo de cultivo para prácticas corruptas donde se ejecutó con falta de control, transparencia y contrapesos.
Es verdad que, cual modelos a escala, los corruptos de hoy implementaron algunas estrategias de similar coloratura: el uso de medios de prensa y periodistas asalariados como armas arrojadizas para el chantaje y el agravio intimidante; manipulación del aparato de justicia para garantizarse impunidad y perseguir a sus enemigos; digitación de congresistas para obtener cobertura política; amenazas, agresión física y hasta el asesinato como medio de persuasión o eliminación de opositores, espionaje telefónico, entre otros.
Curiosamente, por segunda vez en 14 años, asistimos a una arremetida anticorrupción (también a escala), que ha puesto a los principales actores de la corrupción tras las rejas o en fuga. El delirio impune de Rodolfo Orellana de creer que podía enfrentarse a todos a la vez, la escalada criminal de César Álvarez resolviendo a balazos sus discrepancias con la oposición y algunos delatores insatisfechos con su parte del botín en Tumbes, Loreto, Pasco y Cajamarca son los ingredientes –sazonados con buenos reportajes de investigación– que han impulsado este proceso.
Pese a que deberíamos estar mejor preparados que en la década pasada, lo ocurrido recientemente demuestra que no aprendimos las lecciones. Hechos que pudieron haberse prevenido con medidas básicas (muchas de ellas prescritas en la Iniciativa Nacional Anticorrupción absurdamente encarpetada) se han repetido.
La voluntad política contra la corrupción no pasa de la retórica de plazuela. Por eso tenemos una comisión de alto nivel contra la corrupción (CAN), a la que precisamente no se le da su nivel, y una contraloría sin presupuesto adecuado que parece llegar siempre tarde, al punto que ningún caso relevante de corrupción se cuenta entre sus méritos.
Ojalá esta vez saquemos algunas lecciones que impidan que nos sigamos mordiendo la cola históricamente con ciclos altos de corrupción.