Dos reconocidos ‘think tanks’ peruanos han nutrido el debate, en los últimos días, sobre el presente y futuro de la minería y los conflictos sociales. El Instituto Peruano de Economía (IPE) sostiene en un informe que las inversiones en minería se han retrasado debido a los conflictos sociales y las trabas burocráticas y que, del 2008 al 2014, “se habrían perdido” US$67.203 millones. Por su parte, Hernando de Soto, del Instituto Libertad y Democracia, le atribuye a elementos de Sendero Luminoso, el MRTA o sus sucedáneos, y al etnocacerismo, el bloqueo de los proyectos.
Tres precisiones al respecto: primera –más allá de los números– la lista de quince casos seleccionados para el estudio debió separar “conflicto social” de “trabas burocráticas”, por ser conceptos de naturaleza distinta. De los referidos quince, en realidad diez están en conflicto, cuatro (Quellaveco, El Galeno, Michiquillay y Ampliación Lagunas Norte) no lo están actualmente, aunque alguna vez lo estuvieron, y Corani nunca fue un conflicto. De estos diez, solo en tres (Conga, Tía María y Santa Ana) se observa una oposición efectiva al inicio o desarrollo del proyecto minero; y cuatro casos (Las Bambas, Ampliación Toquepala, Inmaculada y Shahuindo) ya están en etapa de construcción.
Lo segundo que discutiría sería la idea del retraso. Obviamente el cálculo se hace a partir de los plazos establecidos por las propias empresas, pero si siete de los diez conflictos anotados están en procesos de diálogo, hablar de retraso revelaría que los intereses de los actores sociales no entraron en el cálculo.
Y esto nos lleva a lo tercero: el IPE rotula su tabla 5 en estos términos: “Lo que se dejó de generar por proyectos mineros paralizados por motivos ajenos a la empresa”. Es decir, la conflictividad social entendida como una situación totalmente externa a la empresa que viene a perturbar la fluidez de los plazos y las metas previstas en sus matrices de planeamiento. Presiento que muchas empresas no compartirían esta visión, saben que son actores primarios en los conflictos y lo que hagan o dejen de hacer influye directamente en la marcha de los proyectos. ¿O alguien piensa que en estos casos las empresas y el Estado hicieron un trabajo impecable y que la población, sin que medie razón alguna, se opone y frustra el desarrollo del que se supone podría ser beneficiaria? Hay que evitar la peligrosa inferencia de que es la población que reclama la responsable de la pobreza.
En lo que respecta a que habría radicales extremos que están parando los proyectos mineros, esto no es más que una conjetura, siempre válida y previsora en un país que padeció el delirio terrorista y que aún no consolida su democracia. Sabemos que merodean los conflictos y hasta logran infiltrarse en organizaciones sociales, pero de una presencia orgánica no hay rastro. En estos conflictos como en otros, lo que sí tenemos plenamente identificados son a las comunidades campesinas, pueblos indígenas, frentes de defensa, federaciones, asociaciones, rondas campesinas, etc. y mucha población no organizada.
Las matemáticas son siempre útiles y las suspicacias también, pero las oportunidades de desarrollo las creamos o las desaprovechamos todos. El líder social que no dialoga, el Estado que no protege derechos o la empresa obsesionada solo con sus ganancias son inseparables a la hora del conflicto.