La geografía de nuestro país ha sido delineada por la formación de la cordillera de los Andes. A un lado, contamos con una franja costera delgada que alberga los centros urbanos con mayor densidad poblacional. Aquí encontramos un mayor acceso a mercados internacionales y mejor infraestructura física –carreteras, aeropuertos, centros de salud y educativos, áreas recreativas, centros financieros, etcétera–, además de los órganos de gobierno con mayor capacidad de decisión.
Por otro lado, en claro contraste, tenemos espacios rurales altoandinos y amazónicos con menor densidad poblacional, una topografía agreste que incrementa sus costos logísticos, baja productividad de sus terrenos agrícolas y un retraso considerable de infraestructura física.
Ello configura una paradoja que explicaría la crisis de expectativas que generan las inversiones mineras en el país. En espacios territoriales con alto potencial económico de recursos naturales, tenemos el menor desarrollo de infraestructura física, los menores índices de desarrollo humano (IDH) y una menor presencia del Estado.
El desarrollo de un proyecto minero debería ser una oportunidad para que la población rural vea atendida sus expectativas y se genere un cierre de brechas que complemente –mas no sustituya– la labor del Estado.
El portafolio de inversión en proyectos mineros en el Perú supera los US$60.000 millones. Dada la dimensión económica actual de nuestro PBI anual (alrededor de US$180.000 millones), queda sin duda acreditada la urgencia en debatir y consensuar el desarrollo de esta riqueza potencial, acompañada por el desenvolvimiento progresivo y sostenido de nuestra población rural.
En los últimos meses, la campaña electoral ha llevado a que algunos candidatos presidenciales decidan abordar el tema. Las soluciones planteadas, sin embargo, han sido dispares. Los candidatos ofrecen desde el planteamiento que nuestras comunidades campesinas sean propietarias del subsuelo (concepto que trastoca nuestro ordenamiento político nacional), a la comunidad campesina como socia del proyecto minero y hasta la creación de un canon comunal.
Dichas propuestas generarían un efecto pernicioso, porque promoverían un concepto rentista. Esto debido a que supondrían la transformación del terreno comunal, no en una fuente de trabajo, sino en un recurso político para negociar y convertirlo en un instrumento de renta, lo cual incrementaría la especulación y una gobernanza precaria del espacio comunal.
Una propuesta efectiva –por mencionar un solo ejemplo– sería que las comunidades debidamente empadronadas, al recibir fondos provenientes del canon o aportes sociales, lejos de destinarlos a usos no productivos o poco eficientes, los utilicen como capital semilla para la compra de equipos que permitan formar una empresa comunal.
Así, a través de un liderazgo unitario, se constituiría un emprendimiento que brindaría
servicios a la industria minera no solo en la etapa de construcción de un proyecto, sino también en la etapa de operación, asegurando con ello su sostenibilidad en el tiempo.
La creación de una empresa comunal se ampara en la Ley de Comunidades Campesinas (Ley 24656) y representa un vehículo para que la comunidad organice y administre sus actividades económicas de forma empresarial. Esto permite la integración de las comunidades en cadenas productivas, la generación y formalización del empleo y el acceso a capacitación, todo lo cual se traduce en un incremento en la productividad. Es decir, se genera un círculo virtuoso que refuerza la gobernanza comunal.
Somos un país con una tradición minera milenaria y debemos construir un modelo de desarrollo de nuestro potencial minero; no excluyente, integrador, pero a su vez no rentista. Nuestra población no es antiminera, pero requiere una propuesta inclusiva que permita cerrar las brechas existentes de manera armónica, progresiva y acompañada por el Estado.