En 1972, el rey de Bután, Jigme Wangchuck, introdujo por primera vez el concepto de “Felicidad Nacional Bruta”, una alternativa al conocido PBI que representa, según las palabras de su creador, “el puente entre los valores fundamentales de la bondad, la igualdad, la humanidad y la búsqueda del crecimiento económico”. Durante la Guerra Fría, su idea no cuajó, y solo a partir del nuevo milenio comenzó a ser tomada en consideración. No obstante, hay países, aparte del mismo Bután, que han dado pasos importantes en la búsqueda de un índice nacional, como Tailandia –con énfasis en el sostenimiento ecológico–, Canadá y Corea del Sur. El Reino Unido publicó el año pasado una serie de estadísticas relacionadas al buen vivir y la felicidad y, ciertamente, un avance muy importante fue el Reporte Mundial de Felicidad elaborado por la ONU el 2011.
Un año después, el Happy Index Planet de la New Economics Foundation de Londres expuso un indicador referido a la percepción de “sentirse bien”, catalogada en una escala entre 1 y 10. Este factor, a su vez, lo combinó con la esperanza de vida de cada país, a fin de obtener un índice más completo representado por los “años de felicidad” promedio. El Perú se encuentra en el puesto 60 de 151 países en la lista, con un índice de 48,9 años de felicidad, correspondiendo el primer lugar a Suiza con 66,6, y el último a la República Centroafricana con 24,3.
Entre las potencias, los resultados muestran que el Reino Unido tiene 61,8, Estados Unidos 61,3, Alemania 60, Japón 58, Rusia 44,7 y China 43,1. En Latinoamérica y el Caribe, entre los 25 países considerados, nos hallamos en el lugar número 20, solo por encima de Guyana, Bolivia, República Dominicana y Haití (este último con un preocupante 32,2). Costa Rica se halla en la cima con 62,6; mientras que a nivel estrictamente sudamericano, Venezuela encabeza con 59,9 (están en crisis pero son felices), seguida de Chile con 58,5. Brasil tiene 55,5, Argentina 55, mientras que Cuba, pese a la ausencia de libertades, nos supera con 51,1.
Un punto crucial es que prácticamente no existe relación entre los años de vida feliz y el PBI de los países en cuestión, aunque sí la encontramos al compararlos con el PBI per cápita, hallándose un coeficiente de correlación de 0,75, lo que evidencia que, ciertamente, la felicidad va de la mano –aunque no en todos los casos– con los ingresos personales. Caso especial es el de China, cuyo nivel de felicidad ha disminuido, pese a que el crecimiento económico ha elevado tanto el ingreso per cápita como la esperanza de vida. Las respuestas de varios de los encuestados se referían al hecho que el incremento de la carga laboral –causa y efecto del desarrollo– ha sido motivo de la reducción de la satisfacción al restar horas para el placer y otras acciones que generan goce.
Es curioso, pero al término de la década dorada de crecimiento 2003-2012, el nivel de felicidad del peruano promedio era inferior al de países como Venezuela y Cuba –entre otros– que no experimentaron dicho auge. Probablemente para encontrar la respuesta debamos acudir a la filosofía. Aristóteles comentaba que la felicidad era lo mejor, lo más agradable y lo más hermoso, una cuestión que Richard Layard desarrolló ampliamente 2.300 años más tarde, sosteniendo que la autorrealización, la confianza y la interacción con nuestros semejantes son fuentes invaluables de la dicha. Naturalmente, para ello se requiere tiempo libre y, al igual que China, ello parece faltar en el Perú.
Los últimos estudios sostienen que en el país se trabaja un promedio superior a las 50 horas semanales y que, en el caso de las grandes ciudades como Lima –donde vive un tercio de la población del país–, casi el 34% trabaja más de 60 horas y un 19% más de 70 horas. Esto sin contabilizar el tiempo que se gasta en el transporte y las labores caseras. Habría que preguntarse también si los peruanos encuentran realmente satisfacción en su trabajo, o si simplemente lo ejercen por tratarse de una “ocupación rentable” y no una materia que los apasione.
En todo caso, si bien deben considerarse tales aspectos y seguir algunas de las recomendaciones de Layard respecto a un mejor balance del uso de nuestro tiempo, el florecimiento de nuestra vida interior, la ayuda al prójimo y políticas sociales que beneficien a los sectores menos favorecidos de la comunidad, tampoco hay que olvidar el grado de correlación entre PBI per cápita y la felicidad. A fin de cuentas, esta descansa sobre uno de los aforismos que el estagirita le especifica a su amigo Nicómaco: “Es evidente que la felicidad necesita también de los bienes exteriores… pues es imposible o no es fácil hacer el bien cuando no se cuenta con recursos”.