El Poder Judicial contará con varias comisiones que trabajarán diversas propuestas como parte de la reforma de este poder del Estado. (Foto: USI)
El Poder Judicial contará con varias comisiones que trabajarán diversas propuestas como parte de la reforma de este poder del Estado. (Foto: USI)
Juan Monroy

Ahora que la sociedad del desencanto nos muestra un ángulo
de sus miserias, ni siquiera el aniversario patrio alcanza para mitigar la desazón. Sin embargo, antes de que el “pueblo”, esa invención de la historia política contemporánea, exija destruir nuestro sistema de solución de conflictos, resulta prudente informarnos. Solo así podremos opinar o actuar.

Aunque por breve tiempo, un Estado democrático puede funcionar sin Congreso y aun sin Jurado Nacional de Elecciones. En la mayor parte de nuestra vida republicana no hemos tenido Tribunal Constitucional
ni Consejo Nacional de la Magistratura. Sin embargo, salvo el aciago 1881 cuando don Juan Antonio Ribeyro, presidente de la Corte
Suprema, se negó a impartir justicia con el invasor dentro, nuestro sistema de justicia ha funcionado sin interrupciones.

Aun asumiendo que una causa de nuestras desdichas sea que el sistema judicial funciona mal, sin él sería el comienzo del fin. ¿Por qué es indispensable? Porque tutela el ordenamiento jurídico (los patrones de conducta que prescriben derechos, obligaciones, deberes, y facultades con las que establecemos relaciones jurídicas
cotidianamente). Si este ordenamiento no se cumple espontáneamente, necesitamos del sistema judicial. De hecho, la sola existencia y autoridad de este último es importante, en tanto la confianza pública que transmite podría inhibir los incumplimientos. Por eso es una desgracia que funcione mal. Como nuestra vida en sociedad depende de ello, conozcamos su estado.

El sistema judicial peruano no está en crisis porque jamás ha estado bien. Por ejemplo, nuestra primera ley de organización judicial está
fechada varias décadas después de ser república. Sin embargo, antes de que la frustración de sentirnos burlados por lo que viene ocurriendo nos impulse a ejecutar actos de degradación sobre jueces y funcionarios probos, que existen y son mayoría, recordemos algunos datos.

1. No hay año en que el Poder Judicial haya recibido más del 1.5% del Presupuesto General de la República. Su importancia social,
entonces, es inversamente proporcional a la concedida por cualquier gobierno.

2. Más del 40% de los locales donde se imparte justicia son alquilados. Hay jueces expuestos a un desalojo en cualquier momento.

3. La primera década de este siglo fue de bonanza económica. A pesar de los óptimos ingresos fiscales –el número de nuevos millonarios
triplicó al de nuevos locales judiciales o centros de salud–, el desinterés del Estado en el funcionamiento de sus servicios básicos,
entre ellos el judicial, fue grosero.

4. En el 2008 el Gobierno consideró indispensable firmar el TLC con Estados Unidos. Para ello, reformó algunos ordenamientos procesales y refaccionó algunos locales. Fueron cambios para mostrar que los procesos con contenido patrimonial serían más expeditivos y así incentivar los negocios. A esa fecha, había diecisiete juzgados comerciales pero solo diez constitucionales, lo que confirma el interés político de privilegiar lo económico sobre los derechos fundamentales.
Es decir, importa el judicial en tanto satisface intereses de grupo o personales.

Nada de lo descrito pretende justificar o siquiera explicar lo acontecido en estos días. No es posible hacerlo con lo que no tiene nombre. Sin embargo, debe servir para cuando se proponga la reconstrucción del sistema.

Hay cambios inmediatos y de perspectiva. La reforma de la enseñanza jurídica y el acceso de los mejores cuadros de egresados a la judicatura, por ejemplo, son indispensables pero tomarán tiempo. Dignificar su infraestructura o modificar técnicas coloniales de actuación de la “curia”, en cambio, deben hacerse ya. Por ejemplo, el novísimo Código Procesal Penal –siguiendo al derogado– regula la publicación de las sentencias de condena. Publicarlas es leerlas íntegramente en audiencia. Pero también se notifican, que es entregar la resolución al interesado o a su abogado. Siendo así, ¿para qué se leen sesenta páginas?, ¿qué se afecta si se suprime la lectura de la sentencia y de otros actos que luego son notificados? Los juzgados o salas penales emplearían mejor cientos de horas si se derogara esta inútil norma.

El Judicial fue controlado por el poder venal la última década del siglo pasado. Como esto podría estar ocurriendo también ahora, la desgracia nos da una nueva oportunidad, una paradoja que nos exige solidaridad con nuestras instituciones. Si cada quien hace lo que le corresponde –informarse, denunciar, proponer–, este drama social no se convertirá en cíclico.