El presidente Pedro Castillo no habla con la prensa porque no quiere, y no quiere porque siente que basta con el discurso de sindicalista magisterial que usó durante la huelga del 2017 y que lo puso en el ojo público. En su interpretación absolutamente ‘naif’, si las peroratas antisistema le sumaron votos y contribuyeron a que ganara las elecciones, pues basta y sobra. Pero la segunda vuelta acabó hace rato y hasta ahora Castillo no aterriza en su nueva realidad en la que el papel de agitador de plazas no puede sustituir las responsabilidades del cargo que ostenta. El mandatario tiene la obligación de dar cuentas de sus actos, comunicar sus planes de Gobierno y atender las inquietudes de la ciudadanía. No se puede hacer el loco, pero Castillo lo hace con desparpajo y, encima, se queja.
No solo es insólito que el mandatario lleve más de 200 días sin atender las preguntas de un periodista de manera individual –la última vez que lo hizo en televisión fue durante una transmisión en vivo para el programa “Punto Final” de Latina–, es imperdonable que el jefe del Estado promueva con su silencio la idea de que lo que realmente sucede es que es una marioneta de los sectores que lo sostienen en el Gobierno o que ha renunciado a las prerrogativas que le corresponden según la Constitución. ¿Son ciertos los trascendidos de que usualmente no participa en las sesiones del Consejo de Ministros? Vaya usted a saber, pero dicen que el que calla otorga. Hasta juega con fuego cuando sus opositores más radicales promueven su vacancia.
Otra explicación a su renuencia a aceptar entrevistas es que el presidente se sienta incapaz de encarar con relativa pericia cualquier pregunta. Ya no hablemos de articular un discurso coherente ante un eventual inquisidor o manejarse con solvencia en la respuesta a una repregunta.
¿Acaso será posible que Pedro Castillo ofrezca una explicación satisfactoria sobre los US$20 mil que Bruno Pacheco, hoy exsecretario general de la Presidencia de la República, guardaba en el baño de la oficina que le fue asignada en Palacio de Gobierno o que tenga una salida acorde a su relevancia política ante las pataletas del círculo cerronista luego del distanciamiento provocado por el nombramiento de Mirtha Vásquez como primera ministra? Me temo que no.
Castillo se comprometió como candidato a respetar y defender la libertad de expresión. Sin embargo, desde que Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos compraron líneas editoriales en los 90, no ha existido otro Gobierno que encienda las alertas como el actual. En lugar de firmar rápidamente la Declaración de Chapultepec, huye de una definición, promueve el odio hacia los medios de información y se declara su enemigo. Es más, asegura que lo tergiversan, especialmente los de Lima, porque únicamente reconoce la idoneidad de uno que otro canal, emisora de radio regional o diario panfletario afín a él. Pero, ¿qué se le puede tergiversar a un presidente mudo? Nada, y esa es su mayor desgracia.
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