"Leguía necesitaba un Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante el oncenio". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Leguía necesitaba un Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante el oncenio". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Héctor López Martínez

El tramo final del segundo gobierno de José Pardo (1915-1919) estuvo lleno de episodios altamente conflictivos e incluso sangrientos. La crisis económica afectó cruelmente a las clases más necesitadas y menudearon las huelgas, los paros generales y los disturbios vandálicos –alentados por agitadores anarquistas extranjeros– en Lima y el Callao. El 20 y 21 de mayo de 1919 hubo elecciones presidenciales y complementarias en todo el país. Desde el primer momento, el candidato Augusto B. Leguía sacó gran ventaja ante el postulante civilista, Ántero Aspíllaga. Los escrutinios, sobre todo en provincias, fueron lentos y abundaron las tachas que debían ser resueltas por el Poder Judicial. Se dice que Leguía temió que, en última instancia, el Congreso, que le era adverso, terminase dilucidando el problema electoral dándole el triunfo al candidato civilista. Este habría sido el motivo que algunos consideraron válido para justificar el golpe de Estado de aquel año.

En la madrugada del 4 de julio, dos batallones de la gendarmería –la fuerza creada y destinada exclusivamente a cuidar el orden público– asaltaron Palacio de Gobierno. José Pardo, varios de sus ministros y otros personajes prominentes del régimen fueron apresados. El gobierno no se defendió, o no pudo hacerlo. Insólitamente, esa misma madrugada el coronel Gerardo Álvarez proclamó a Leguía como presidente provisorio de la República. El ejército y la marina simplemente dejaron hacer.

Casi al mismo tiempo, el local de El Comercio. Dos bombas de dinamita se lanzaron sobre el techo de los talleres que, por suerte, solo causaron daños materiales menores. Aprovechando el breve desconcierto, un grupo de atacantes pudo ingresar al patio del Diario armados con revólveres y, tras intercambiar disparos con el personal del periódico, terminaron fugando.

Creo que el verdadero motivo del cuartelazo fue el deseo de Leguía de disolver el Congreso –que entonces se renovaba por tercios– ya que arrastraba una amarga experiencia de su primer gobierno cuando el compacto bloque parlamentario civilista frenó sus arrestos autoritarios. Leguía necesitaba un Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante el oncenio.

En su extenso manifiesto inaugural Leguía dijo, entre otras cosas, que “el país requería reformas constitucionales que desterraran para siempre la vergüenza intolerable de los gobiernos burocráticos y personales condenados a la pasión y al error”. El ideólogo de estas reformas fue Mariano H. Cornejo, nombrado ministro de Gobierno en el Gabinete que inmediatamente formó Leguía. Pocos días después, el llamado presidente provisorio convocó elecciones para formar un nuevo Congreso –senadores y diputados– que, en un primer momento, debía funcionar como Asamblea Nacional y dictar una Constitución que sería sometida a un plebiscito. Solo el presidente del Senado y director de El Comercio, Antonio Miró Quesada, protestó públicamente ante el atropello legicida. En la Cámara de Diputados hubo un penoso mutismo.

Las reformas que Leguía envió a la Asamblea Nacional eran 19. Se suprimía la elección parlamentaria por tercios, estableciéndose la renovación total del Congreso; la elección de los miembros del Legislativo debía coincidir con la del presidente y vicepresidentes de la República; el mandato presidencial duraría cinco años; desaparecían los parlamentarios suplentes, entre otras. Estas reformas, declaró Leguía, eran intangibles. Javier Prado protestó en defensa del fuero parlamentario que no podía aceptar imposiciones. ‘Intangible’, según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, es aquello “que no debe o no puede tocarse”. Intervino entonces en la polémica Mariano H. Cornejo, quien presidía la Asamblea, y propuso que intangible se cambiara por irrevocable, o sea “lo que no se puede revocar o anular”, pero sí cambiar y mejorar. La Constitución se promulgó el 18 de enero de 1920 y el Congreso proclamó a Leguía como presidente constitucional de la República. Así comenzó la “Patria Nueva”.

Leguía apresuró la desaparición de los viejos partidos tradicionales, el Civil, de Manuel Pardo, el Demócrata, de Nicolás de Piérola, y el Liberal, de Augusto Durand. Solo el Partido Constitucional, del mariscal Andrés Avelino Cáceres, apoyó al nuevo mandatario. Leguía hizo escarnio de las leyes y mofa del Poder Judicial. Se rodeó de aduladores y para sus adversarios solo hubo cárceles y deportación. A ellos les llamaba despectivamente “malditos” y “réprobos”. Jorge Basadre, comentando la dureza y el odio que abundó en el régimen de Leguía y su desastroso final a causa del golpe militar del comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, escribió: “En gran parte, la política de sanción a los caídos en 1930 y el ensañamiento feroz con el ex presidente Leguía tiene un antecedente en el estado de ánimo exacerbado que el leguiismo creó en 1919 y cultivó durante once años”. Tal vez vale la pena recordar el viejo refrán castellano que dice: “Quien siembra vientos cosecha tempestades”.