Nicaragua sigue ocupando los titulares de la prensa, pero por malos motivos: en mayo se informó que Daniel Ortega había exiliado a Sheynnis Palacios –actual Miss Universo– y a su familia del país. Es decepcionante, pero predecible, para un régimen cada vez más autoritario, represivo y paranoico.
El “crimen” de Palacios fue inspirar festejos en las calles de Managua en noviembre del año pasado, cuando ganó inesperadamente el concurso de Miss Universo (la primera vez que una nicaragüense y centroamericana lo logra). No se veían reuniones a esa escala desde las manifestaciones del 2018, que fueron combatidas con violencia brutal: el régimen de Ortega asesinó a más de 300 personas y llegó incluso a criminalizar la bandera del país. Durante su coronación, Palacios –que había participado en las manifestaciones contra la dictadura– lució un vestido azul y blanco, lo que se interpretó como un guiño a la bandera, pero no dijo nada abiertamente político. Inicialmente, el régimen consideró el triunfo una rara victoria en las relaciones públicas, antes de cambiar abruptamente el rumbo y acusar al director del concurso Miss Nicaragua de tramar un golpe de Estado.
Con el ataque a Palacios y su familia, el régimen de Ortega está enviando un mensaje claro: la disidencia y la oposición no serán toleradas... ni siquiera en los casos de figuras internacionales y plataformas apolíticas.
Por eso la comunidad internacional debe prestar más atención al comportamiento dictatorial de Ortega, que hasta el momento se pasó por alto o al que solo se aplicaron resoluciones y sanciones. El régimen de Ortega ha estado socavando durante décadas los derechos individuales y el imperio de la ley, un proceso que aceleró bruscamente en los últimos seis años.
Nicaragua es un país pequeño, pero su alejamiento de la democracia tiene implicaciones geopolíticas de largo alcance. Las alianzas de Ortega con algunos de los regímenes más autoritarios del mundo amenazan con desestabilizar a Centroamérica. La región ya sufre volatilidad política y enfrenta dificultades para proveer servicios básicos, un elevado nivel de migraciones, y crímenes violentos e inseguridad física: problemas que podrían empeorar si aumenta la influencia de los líderes autocráticos.
Tal vez el exilio forzado de Palacios parezca la trama de una mala película, pero no es un incidente aislado; que hayan obligado a una reina de belleza a abandonar el país es síntoma de una crisis mucho mayor y un crudo recordatorio de la erosión sistémica y a largo plazo de las normas democráticas en Nicaragua. La respuesta internacional debe ser unívoca.
Las reacciones contra los gobernantes autoritarios suelen incluir declaraciones públicas, sanciones y el aislamiento diplomático... algo que EE.UU., Canadá y la Unión Europea ya implementaron contra la dictadura de Ortega. Pero el hecho de que su régimen continúe utilizando tácticas represivas pone en duda la eficacia de esas medidas. Los responsables políticos internacionales deben reevaluar entonces su enfoque y actuar de manera más asertiva. Eso podría implicar la aplicación de sanciones más específicas (similares a las del sector aurífero), el aumento del apoyo a los activistas y políticos nicaragüenses exiliados, la derivación de la situación a la Corte Penal Internacional para su investigación, y ejercer presión sobre los bancos multilaterales de desarrollo que financian al país para que mejoren su supervisión y le exijan que rinda cuentas.
Los sostenidos esfuerzos de Ortega para silenciar al disenso y consolidar su poder violan los derechos humanos de los nicaragüenses, socavan la estabilidad regional y debilitan las normas democráticas. La oportunidad de una resolución pacífica es cada vez menor y los gobiernos occidentales deben actuar con celeridad para ayudar a que Nicaragua revierta su deriva hacia el autoritarismo.
–Glosado, editado y traducido–
©Project Syndicate, 2024