Han pasado dos semanas desde que Wuhan, una ciudad de 11 millones de habitantes en el centro de China, fue puesta en cuarentena, y mi marido y yo nos hemos confinado en nuestro apartamento en Shanghái.
A medida que el encierro continúa, los días parecen fundirse entre sí. Todas las mañanas, tomo mi teléfono y analizo las noticias, el número de nuevas muertes, nuevas medidas para detener el coronavirus. Pero todo se siente muy lejos de mi hogar.
Cada día, los mensajeros se suben a sus scooters eléctricos con comida y agua. Me siento tonta cuando me pongo la máscara cada vez que me aventuro más allá de la puerta de mi hogar, bajo por el ascensor que huele a desinfectante. Presiono los botones del ascensor con mi llave. Estas precauciones parecen un juego, pero aun así me lavo las manos cada vez que atravieso la puerta.
“¿Deberíamos irnos?”. Mi marido me ha hecho la pregunta varias veces, siempre de manera casual, disimulando cuidadosamente sus sentimientos. Ambos somos ciudadanos americanos, así que podemos irnos cuando queramos. Ninguno de los dos quiere ser el alarmista, no cuando somos jóvenes y sanos y estamos tan alejados del peligro.
Sé que no es del todo lógico que tenga tantas ganas de quedarme. Todos están instándonos a volver a Estados Unidos mientras podamos. Pero sigo pensando: ¿tenemos derecho a ser cobardes por considerar siquiera la posibilidad de huir mientras la gente de la provincia de Hubei (Wuhan es su capital) se enfrenta a hospitales superpoblados, escasez de suministros, desalojos y abusos; mientras los médicos están en primera línea arriesgando sus vidas?
Cuando pienso en ello, no tiene sentido para mí estar tan relajada sobre esta nueva enfermedad, especialmente porque tengo muy poca confianza en el Gobierno Chino. Tal vez no estoy tan tranquila después de todo. Tengo ansiedad, como todo el mundo en China, tengo pocas ideas sobre lo que está sucediendo realmente, y estoy a merced del Gobierno y de cómo decida proceder.
Hubo unos pocos días de historias rigurosamente reportadas en los medios locales al comienzo del brote, pero luego la máquina de propaganda del Estado se lanzó de nuevo para limitar lo que el público puede saber. Esto no es nada nuevo. Todo el mundo en China sabe que no hay que tomar lo que los voceros del Partido Comunista nos dicen al pie de la letra; pero, cuando 1.400 millones de vidas están en juego, ¿sigue siendo posible vivir con medias verdades?
Siento el mismo miedo de morir agitándose en el resto de China. Conseguí convencerme por un tiempo de que todo iría bien, pero era solo cuestión de tiempo que algo llegara a romper esta ilusión. Ayer vi en las redes sociales que alguien se dio cuenta de que la proporción entre las cifras oficiales de muertos y el total de casos diagnosticados se ha mantenido exactamente en el 2,1 por ciento todos los días desde el 30 de enero. “¡Este virus mágico es muy bueno en matemáticas!”.
Había olvidado que cada noticia debe ser examinada para ver cómo se utiliza para fortalecer el régimen. Quiero creer en el Gobierno Chino cuando millones de vidas están en juego. Quiero tener fe en que sus decisiones se toman con la intención de salvar el mayor número de vidas. Quiero creer que ha impuesto la cuarentena más grande del mundo, sacrificando una provincia de 58 millones de personas, porque es para un bien mayor.
Tengo miedo de estar asustada. No quiero enfrentarme a lo mal que pueden ir las cosas, a lo rápido que nuestra acogedora estancia en casa podría desmoronarse si la infraestructura deja de funcionar sin problemas. Ya no me hago ilusiones de que todo vaya bien.
–Glosado y editado–
© The New York Times.