El reciente atentado terrorista en el metro de Santiago de Chile ha dejado conmocionada a la opinión pública chilena y ha sorprendido al mundo entero. Chile, quizá el país más políticamente estable de Sudamérica, hasta hace poco más bien venía discutiendo la derogación de su Ley Antiterrorista de 1984. Hoy, en cambio, el shock de este atentado ha hecho resurgir con fuerza voces que claman por un reendurecimiento de la legislación antiterrorista y que critican la reciente tendencia a su moderación.
La reforma de la Ley Antiterrorista es inevitable. Es un proceso que se inició en el contexto de las observaciones de los procedimientos especiales del Comité de Derechos Humanos de la ONU a su aplicación al caso de las protestas sociales del pueblo mapuche. La diferencia es que ahora incluso la propia presidenta Michelle Bachelet ha manifestado la necesidad de una reforma que ofrezca “mejores resultados”. El riesgo es, pues, que, en la desesperación por resultados, se dejen de lado los principios y valores de una democracia liberal, sustentada en derechos fundamentales; y es un peligro que nuestros vecinos tendrán que aprender a evitar.
Esta es una lección que los peruanos conocemos bien. Allá por los años 80 y 90, nuestro Estado, completamente desbordado por el terrorismo y asolado por bombas y asesinatos, intentó obtener mejores resultados a costa de estos principios. El régimen antiterrorista diseñado a inicios de los años 90, de la mano de, entre otros, los decretos leyes 25659 y 25708, fue un régimen que recortó el acceso de los abogados defensores a las pruebas con las que se acusaba a sus clientes, excluía la aplicación de la garantía de hábeas corpus para los procesados por terrorismo y sometía a los procesados por terrorismo a un proceso sumarísimo ante un tribunal militar; todo esto sin mencionar las instancias de ejecuciones extrajudiciales realizadas por el grupo Colina.
Algunos podrán decir que el plan funcionó bien. Que el terrorismo fue derrotado y el país fue pacificado gracias a la mano dura. Pero quizá, en retrospectiva, valga la pena un reexamen. Después de todo, nuestra política antisubversiva tuvo dos frentes, y la pacificación del país se logró mediante aquel que propugnó el trabajo policiaco de inteligencia y la colaboración cercana con las rondas campesinas; no con aquel que propugnaba el recorte de derechos fundamentales y el uso de escuadrones de aniquilamiento. Ninguna de las incursiones del grupo Colina dio con un alto mando senderista y todos los procesos realizados en el contexto de los decretos leyes de los años 90 tuvieron que ser rehechos (y los cabecillas senderistas fueron encontrados culpables).
Más bien, es este cuestionado frente de nuestra política antisubversiva el que hasta hoy nos obsesiona y divide como peruanos, enturbiando y dificultando nuestro aún infructuoso camino a la reconciliación nacional. En el agregado, la lección es clara: es mejor hacer las cosas bien una vez y sin problemas, que hacerlas mal, tener que rehacerlas y de paso tener que pasar los siguientes 14 años discutiendo sobre ellas.
Así, si algún consejo hay que podemos dar a nuestros vecinos del sur, en esta su hora más crítica, es a pensar al largo plazo. A no dejar que la ira domine el buen juicio y a convencerse de que para derrotar a un monstruo no es necesario ni aconsejable convertirse en uno.