Carlos Meléndez

Al caracterizar al régimen político peruano, la opinología progresista emplea el término “barbarie” como definición intelectual-moral para destilar los seis meses de Dina Boluarte en el poder. Según esta elucubración, el de Boluarte es un “ilegítimo”, que ha perpetrado una violencia estatal perversa –con “escenas propias de guerra civil”–, aliado de un Legislativo igualmente cruel – “dictadura congresal”, acusan vía ‘periodicazos’–, y dominado por una maquinaria conservadora que vendría copando todas las instancias de control de nuestra enclenque republiqueta. Si bien este sector criticaba duramente al gobierno de Pedro Castillo –de hecho, exigían indignados su renuncia–, la sucesión no ha renovado sino, más bien, envilecido nuestra , al punto de anunciar su temprana muerte.

Para otra tribu intelectual, más conservadora de lo que quisiera su autoproclamado liberalismo, estaríamos escapando de la barbarie que representaba el castillismo. Las violaciones a los derechos humanos de los manifestantes son, para ellos, “costos sociales” de la lucha por recuperar las instituciones del –presunto– totalitarismo corrupto y comunistoide que había establecido el otrora hombre del sombrero. Así, el Estado Peruano, recuperado con la gestión de Boluarte, no ejerce el monopolio de la “violencia”, sino de la “fuerza” –precisión no menor–, con el fin de apagar cualquier conato subversivo heredado del terrorismo ochentero. Según esta lectura, la protesta social, cuando sobrepasa determinado umbral, pierde su legitimidad, pues “a más derechos humanos, menos democracia”, sentencian sin ruborizarse.

Ambas élites limeñas reseñadas sueñan con imponer su mantra civilizador, obsesión –¿o trauma cultural?– que comparten en su afán tutelar. Como cualquier narrativa populista, definen al “otro” como símbolo de la barbarie y al hacerlo se auto posicionan como responsables de nuestra necesaria civilización, ya sea por la cruz de su credo o por la espada del orden. Ambos sectores, republicanos caviares y liberales criollos, tienen una visión despectiva de nuestra sociedad (que no sabe gobernarse a sí misma y/o que puede desbordarse). Al final del día, sus interpretaciones son ganadas por la caviarada o por la criollada, respectivamente, cuando ensayan su glosa de la realidad social. Los primeros no paran de denunciar planes maquiavélicos, autoritarios, de cualquier alternativa política que promueva una agenda pública que no calce con sus preferencias (K. Fujimori, Merino, Boluarte). Los segundos no tienen reparos en camuflar el abuso discriminatorio, justificándose en anticipar la vocación totalitaria de cualquier versión política izquierdista (Humala, Mendoza, Castillo). Sendas élites polarizan a partir de la descalificación del “otro”, esta se encuentra amparada en una supuesta esencia autoritaria que la hace inmerecedora de conformar nuestra comunidad política. A través del ensayo y la reproducción de este tipo de estigmatización, estos dos “antis” (antifujimoristas y anticomunistas) socavan las bases de nuestra democracia.

La falta de rigor intelectual de nuestros autoproclamados civilizadores es deshonesta e irresponsable. En un artículo en el diario “Clarín” de Argentina, el politólogo Gerardo Munck alerta de tomar con pinzas las opiniones de académicos, especialmente de aquellos que no se reprochan en utilizar sesgadamente conceptos como “guerra civil”, o en establecer como verídicas, paradojas falaces como “a más derechos, menos democracia”, con la finalidad de elevarse en autoridad moral. A estos pensadores no les interesa diagnosticar escrupulosamente nuestra política, sino la vanidad del aplauso de su propia tribuna. Insisto: cada vez más, sus tratados se alejan de las ciencias sociales y se acercan a la sección de autoayuda. Queriendo ser Julio Cotler, terminan pareciéndose más a Agustín Laje.

El régimen político peruano es, actualmente, una democracia constitucional de pobre calidad. Pero poco ha cambiado desde el inicio de la tercera ola democrática. Celebrados demócratas, como Fernando Belaunde, han presidido gobiernos que produjeron matanzas y masacres de ciudadanos inocentes. El patriarca de nuestra democracia, recordemos, también botaba a la basura las denuncias de violaciones a los derechos humanos. Cuarenta años después, Dina Boluarte dirige una democracia infame. Si bien su sucesión es legal y se mantiene el ‘accountability’ horizontal entre poderes, no existe responsabilidad alguna (ni del Ejecutivo ni del Legislativo) para rendir cuentas. Es un equilibrio de poderes sustentado en la impunidad política y la preservación del estatus quo. El Ejecutivo premia al responsable político de la hecatombe de protestantes, dándole mayor protagonismo nacional e internacional. ¿Cuántas muertes de puneños habría evitado la renuncia oportuna de Otárola? No se vislumbra un mea culpa, es como si no le importara el dolor de tal degollina, mientras ensaya su mejor ángulo para el lente de la prensa internacional. Boluarte parece contenta con rendirle cuentas a ese exiguo 15% de peruanos que no votó por el presidente al que traicionó, pero está dispuesto a bancarla hasta el 2026, que cree que no hubo violaciones a los derechos humanos cuando se reprimió a los protestantes, y que el informe de la CIDH está lleno de mentiras. Por su parte, la mayoría congresal, mientras blinda a los “mochasueldos”, se aprovecha del vacío de un Ejecutivo sin bancada para desquitarse de sus rivales políticos utilizando las vías que establece la Constitución.

Lo más grave de nuestra situación es que precisamente seguimos siendo una democracia, aunque una que ha decidido gobernar para una minoría y utilizar las herramientas del Estado de derecho para acumular dominio (lo que contradice las teorías del vaciamiento de poder). Una democracia infame, como la nuestra, solo cultiva la llegada de un autócrata, como seguramente veremos en la próxima elección.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Meléndez es socio fundador de 50+1 Grupo de Análisis Político