En 1947, dos años después de la aniquilación atómica de Hiroshima y Nagasaki, el Boletín de Científicos Atómicos ideó y presentó al mundo el “Reloj del Apocalipsis” para avivar las conciencias sobre la posibilidad de que la proliferación de armas nucleares condujera a la destrucción catastrófica del planeta. Hoy vale la pena que nos preguntemos si habría que crear un reloj semejante que llamará nuestra atención respecto del peligro de colapso que se cierne sobre la democracia liberal. En ese “Reloj del Apocalipsis Democrático”, nos acercamos dramáticamente a la medianoche.
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Los individuos actúan de manera racional, en su propio interés, y ello redunda tanto en la prosperidad personal como en la colectiva. Esta premisa fundante de la democracia liberal se ha visto erosionada durante los últimos años. En particular, el estancamiento generalizado de los ingresos y el rápido aumento de la desigualdad, especialmente desde la crisis financiera del 2008, difícilmente son resultados que una mayoría de individuos racionales elegirían.
Además, la menguante confianza en las instituciones ha socavado las condiciones necesarias para tomar decisiones informadas. Los medios tradicionales, durante mucho tiempo depositarios de la confianza pública como guardianes de la información, han sido cooptados y pasados por alto por las fuentes de contenidos en línea, cuyo modelo de negocios las orienta a atraer lectores aprovechándose de sus creencias e intereses, a menudo mediante la difusión de información falsa o engañosa.
En este contexto, los líderes políticos que intentan actuar como fuerzas moderadas suelen perder frente a quienes apelan al tribalismo y al catastrofismo. Todo esto ha promovido un egoísmo estrecho, de cortas miras que torna casi imposibles los compromisos necesarios para crear coaliciones amplias.
El resultado es una polarización política cada vez más profunda, la pérdida de la confianza en el Estado de derecho y una decadencia institucional generalizada. La crisis del COVID-19 ha acelerado estas tendencias. Esto es, la pandemia está teniendo consecuencias devastadoras para la ya menguada y vapuleada reputación de las democracias liberales como bastiones de relativa prosperidad, previsibilidad y seguridad.
Los desafíos son bien conocidos. Sin embargo, hasta las discusiones sobre la degradación de la democracia se han polarizado profundamente. En Estados Unidos, tanto republicanos como demócratas dedicaron gran parte de sus convenciones a sugerir que sus opositores están decididos a destruir la democracia del país.
De hecho, una retórica casi apocalíptica vibra en ambas campañas presidenciales y ambos bandos han convertido en arma el lenguaje de la democracia liberal para retratar a sus oponentes como una amenaza existencial al modo de vida americano. Esto refleja una tendencia más amplia que vincula la defensa de la democracia con los procesos electorales. Y este enfoque se traduce en una ética de suma cero, que simplemente profundiza las brechas existentes que vienen debilitando la democracia.
Las advertencias ominosas –incluso las que se basan en la realidad– nunca serán suficientes para salvar a la democracia liberal; para ello es necesaria una estrategia de largo plazo que restaure los cimientos del sistema: los resultados de un buen gobierno basado en decisiones racionales e informadas.
La educación y la movilización son fundamentales para esa estrategia. Los eventos recientes –desde una amplia disposición para seguir las pautas de salud pública hasta las protestas generalizadas contra el racismo sistémico– sugieren una toma de conciencia, desazón y voluntad de actuar, pero no habrá cauce constructivo para estas inquietudes mientras no aparezcan líderes políticos que solucionen las fallas sistémicas, comenzando con las que alimentan la desigualdad.
La clave del éxito es promover una mayor conexión entre el gobierno y la sociedad. Eso, a su vez, requiere el entendimiento del concepto de ciudadanía.
Como señaló Giuseppe Mazzini, la única vía para que la democracia liberal arraigue y florezca es encauzarla en deberes, no solo en derechos. Los ciudadanos deben estar conectados entre sí por una causa mayor. Para Mazzini, quien ayudó a lograr la unificación y la independencia italianas, esa causa era el derecho de la nación a la autodeterminación. El presidente estadounidense Woodrow Wilson se inspiró en esta visión, cuando –tras el horror de la Primera Guerra Mundial– sentó las bases del orden mundial liberal que nos encuadra.
Hoy este planteamiento ha de trascender el nacionalismo que, de hecho, adolece de desviaciones peligrosas: proliferan los políticos en la actualidad que recurren al nacionalismo étnico para dividir a la población. Lo que precisamos es fomentar el sentimiento y el entendimiento de los vínculos de responsabilidad recíproca. Tal es la base para que una sociedad democrática liberal funcione.
En la práctica, este es un enfoque que precisa esfuerzo cotidiano deliberado. Implica construir una comunidad, compromiso con el servicio y rigor en general. No será fácil y ciertamente no se logrará en una elección, ni siquiera en la elección presidencial estadounidense de noviembre; pero esa no es excusa para no intentarlo y sucumbir a las fuerzas que nos separan.
Es célebre la afirmación de Winston Churchill: la democracia liberal es la peor forma de gobierno, exceptuadas todas las demás. Sí, tal vez no sea perfecta, pero indudablemente vale la pena salvarla. Y el tiempo apremia.
–Glosado y editado–