Rodrigo Barrenechea

Nuestro más reciente intento de dictador cayó el último miércoles, a horas de anunciar un autogolpe y la intención de convocar a un congreso constituyente. Cuando los congresistas hacían denodados esfuerzos por estirar la Constitución y remover a de la presidencia, este les dio la causal y motivación necesarias para que 101 congresistas votaran a favor de la vacancia. Y así, el autogolpe quedó en autogol.

Aún hoy es difícil entender esta acción políticamente suicida. Por supuesto, la imagen de Castillo anunciando la disolución del congreso nos retrotrae al 5 de abril de 1992, cuando el expresidente Alberto Fujimori anunció su decisión de “disolver” inconstitucionalmente el Congreso en cadena nacional, instalando una dictadura. Pero ahí acaban los paralelos. En ese entonces, Fujimori era un presidente popular y contaba con el respaldo de las Fuerzas Armadas. Castillo buscó disolver el Congreso sin el apoyo de congresistas, ministros, militares, y sin apoyo popular. Un golpe tan improvisado e inepto como fue su . Marx nunca estuvo tan acertado en aquello de que la historia se repite dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa.

Pero la caída de Castillo no es un triunfo democrático. Cierto, esta vez, a diferencia de 1992, el autogolpe no funcionó. Y desde la caída del fujimorato no hemos vuelto a caer en un gobierno autoritario. Pero esa persistencia de la peruana se debe no a la fortaleza de sus instituciones, sino a la debilidad (e incompetencia) de sus aspirantes a autócratas. Sucedió en noviembre del 2020 con Manuel Merino y ahora con Castillo dos años después. Sin apoyo popular, organización social o partidos fuertes, ninguno de los dos tuvo la legitimidad necesaria para permanecer en el poder. Nuestra democracia persiste por defecto.

Si bien los extremos en izquierda y derecha parecen profundamente divididos, los une la deslealtad a las instituciones democráticas. Entre la oposición congresal que celebra como un triunfo la caída de Castillo se encuentra la misma que sostuvo (y en algunos casos sostiene) hasta la irracionalidad la teoría del fraude electoral. Y es la misma que probablemente apoyaría un gobierno autoritario de derecha en nombre de defender la patria contra la “amenaza comunista”. Entre la izquierda que apoyó al gobierno de Castillo hay quienes no hubiesen dudado en apoyar al gobierno en el autogolpe si este hubiese estado mejor calculado. Entre quienes hoy condenan el autogolpe con 18 “peros” y pronunciamientos tardíos se esconden los que serían entusiastas seguidores de un autócrata más pulido y mejor versado, todo en nombre de la “voluntad popular”. Si nuestros verdugos de derecha e izquierda no han ejecutado todavía a las instituciones democráticas en sus altares del orden y la justicia social respectivamente, es porque no son lo suficientemente fuertes para lograrlo. La nuestra es una tragedia sin héroes.

Esta aparente inmunidad peruana al autoritarismo es a su vez la enfermedad de nuestra democracia. La impopularidad, improvisación y precariedad de nuestros políticos ha impedido de momento la concentración del poder. Pero son esas mismas condiciones las que han hecho ingobernable la democracia peruana. La política requiere de políticos y el Perú no los tiene. El descontento electoral crónico nos ha vuelto adictos a la renovación: cada cinco años queremos que se vayan todos. Los peruanos hemos votado a tantos ‘outsiders’ y políticos “nuevos”, que la política ha quedado vaciada de políticos. Se fueron los “malos políticos” y nos quedamos con malos a secas. Sacamos a los políticos poco representativos y nos quedamos sin representación alguna.

Se suele decir que el problema del Perú es la ausencia de partidos. Hoy el problema no es ya la ausencia de partidos, sino de políticos. El Perú no tiene políticos, sino ocupantes ocasionales del poder. Seis presidentes en seis años son la punta del ‘iceberg’. ¿Cuántos de quienes fueron ministros y congresistas durante el gobierno de Castillo tendrán vigencia en los próximos años? ¿Cuántos de quienes estuvieron en posiciones de poder y responsabilidad durante el gobierno de Vizcarra? ¿Y de PPK, Humala y García? En las democracias suele existir un “premio al incumbente”, que da cierta ventaja al partido gobernante en elecciones. En el Perú existe una maldición: gobernar el país es garantía de magros resultados electorales futuros y hasta de prisión para el expresidente.

El desprecio popular hacia los políticos ha impulsado esta renovación sin fin que ha eliminado del panorama a los políticos profesionales. Contar con políticos profesionales no asegura contar con una buena democracia, pero en ausencia de políticos no hay democracia posible. Y es así porque la política requiere acuerdos, y la política democrática más todavía. Pero los acuerdos no pueden alcanzarse si los grupos no tienen un mínimo de certeza sobre el futuro, sobre si ellos estarán todavía en el escenario mañana o si lo estarán los otros grupos. Sin duración en la escena, no se pueden hacer acuerdos ni pactos, solo componendas. Y las componendas son una receta para el desprecio popular. Y el ciclo empieza nuevamente.

Con alto descontento social y políticos cortoplacistas, la democracia por defecto sobrevive en un equilibrio precario. A ese equilibrio precario se montará la presidenta Dina Boluarte. Si fracasa, nuestro próximo aspirante a autócrata puede no ser tan débil e inepto como hasta ahora. Antauro acecha.

Rodrigo Barrenechea es politólogo y profesor en la Universidad Católica del Uruguay

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