1979 fue el año de la democracia en el Perú porque su Constitución Política adoptó el sufragio universal y, con él, el de la población analfabeta que entonces alcanzaba al 20% de ciudadanos peruanos. Además, fue aprobada una serie de derechos políticos y civiles que la Carta Magna de 1933, condicionada por el dictador Sánchez Cerro, le había mezquinado a la nación.
Sin embargo, la crisis y el terrorismo fueron obstáculos muy duros para nuestra joven democracia que además debía afrontar el momento culminante de la transición demográfica (lo que hizo que José Matos Mar bautizara la década de 1980 como “desborde popular”). Entonces, los servicios estatales colapsaron frente al crecimiento vertiginoso de la población que se asentó en las periferias de las principales ciudades de la costa del Perú, especialmente Lima.
¿Sorprende que 80.000 peruanos hayan vivado a Alberto Fujimori la noche del 5 de abril de 1992 y que el 84% de la población haya apoyado el autogolpe? El problema es que mientras en la década de 1980 la clase política no logró institucionalizar una cultura democrática, en la siguiente el fujimorismo sí instituyó una cultura autoritaria. Esta se puso en evidencia incluso temprano en las elecciones del 2006, cuando Keiko Fujimori resultó la congresista más votada del país, a pesar del reciente descalabro del gobierno de su padre.
Así, la cultura autoritaria del fujimorismo sembró sus raíces en una sociedad que apenas dejaba de ser patriarcal y en la extraviada percepción de que la dictadura es más eficaz que la democracia. Es el caso de Alberto Fujimori y la idea ampliamente difundida de que derrotó al terrorismo y la inflación, tanto como la sinergia entre “el Chino” y su clientela política que se expresara “magnánimamente” en la campaña del 2000, con la entrega de un millón de títulos de propiedad a cambio de miles de millares de sufragios.
Se evidencia también en la creencia de que el político está para dar, regalar u ofrecer algo, y no para gobernar y aplicar políticas que traigan consigo beneficios indirectos como la mejora de la educación. El grito de guerra odriísta “la democracia no se come” parece estar más vivo que nunca en el Perú contemporáneo.
Quisiera terminar estas líneas con dos afirmaciones: la no culpa del fujimorismo y que el 2016 ha sido un año perdido para la democracia. La no culpa fujimorista se explica en que no es su responsabilidad (o no puede seguir siendo su responsabilidad) que los partidos tradicionales hayan casi desaparecido o se encuentren prácticamente acéfalos como es el caso del Apra.
¿Cuánto puede sostenerse la democracia si la sociedad civil canaliza su participación política a través de organizaciones de raigambre autoritaria? ¿Qué espera Peruanos por el Kambio para convertirse en un partido liberal? ¿Qué espera el Apra para ofrecerle al Perú ese centro democrático del Víctor Raúl de sus últimos días, que resultó crucial para salir de las dictaduras de Velasco y Morales Bermúdez?
Lo que nos deja el 2016 es una democracia sitiada por una fuerza autocrática que acaba de tumbarse a un ministro con alta aprobación y por el escándalo de Odebrecht que atraviesa horizontalmente toda la escena política. El futuro es incierto, la tentación autoritaria sigue allí, el constitucionalismo sin partidos es una quimera.