"Esto, sin embargo, por más asombroso que parezca, sí sucedía en la Lima virreinal, cuya maltratada herencia hoy buscamos preservar" (Foto: César Grados / @photo.gec).
"Esto, sin embargo, por más asombroso que parezca, sí sucedía en la Lima virreinal, cuya maltratada herencia hoy buscamos preservar" (Foto: César Grados / @photo.gec).
José García Calderón

La demolición, días atrás, del cerco perimétrico que bordeaba el atrio del conjunto monumental de San Francisco, en el Centro Histórico de Lima, ha puesto en el tapete la discusión sobre el carácter público que posee este espacio. Con cerco o sin él, los limeños de varias generaciones hemos hecho uso de un lugar que es reconocido como público en la memoria colectiva de la ciudad. Esta percepción generalizada podría, sin embargo, no corresponder con su condición real, sobre la cual la historia urbana de podría aportar luces importantes.

En sus orígenes, la gran mayoría de iglesias y conjuntos conventuales limeños se ubicaban en el tejido urbano de la ciudad dentro de manzanas rodeadas por calles. Ante la ausencia de previamente planificados, las órdenes religiosas los crearon dentro de sus propiedades para conformar plazuelas o atrios frente a las fachadas principales de las iglesias. De hecho, la búsqueda de una relación armónica entre sus edificios y la ciudad llevó a algunas órdenes, incluso, a comprar propiedades de terceros para demolerlas y ampliar sus atrios y plazuelas.

La situación antes descrita representa una de las experiencias más excepcionales de la tradición urbanística limeña. Siempre nos hemos preguntado si, en la actualidad, algún propietario de suelo en las áreas más caras de la ciudad, donde se construyen grandes edificios en altura, cedería suelo, más allá de las obligaciones normativas, en favor de los ciudadanos. Y ya ni pensar si comprarían propiedades vecinas para dejarlas sin construir con la intención de contribuir a la relación armónica que debería existir entre los edificios y el espacio público.

Esto, sin embargo, por más asombroso que parezca, sí sucedía en la Lima virreinal, cuya maltratada herencia hoy buscamos preservar. Y este es uno de los grandes aportes de las órdenes religiosas a la ciudad que debe ser reconocido, pero también sincerado documental y registralmente. La relación entre lo público y lo privado es, sin duda, compleja. Pero en su equilibrio se encuentra uno de los mayores valores que alimenta nuestro sentido de comunidad. Más aun cuando estos no han sido construidos a punta de normas, exigencias y obligaciones, sino por una noción objetiva del bien común, tan difícil de precisar ahora en la legislación actual.

Recuperar el patrimonio no implica solamente intervenir sobre las obras o espacios físicos de la ciudad, sino también rescatar y reivindicar los valores que les dieron sustento; más reales y perdurables que los metros cuadrados construidos que pueden ser fácilmente demolidos, como hemos podido observar estupefactos en la madrugada del último sábado. Esto deja como tareas pendientes aclarar los alcances de derechos legalmente constituidos y, ojalá sea posible, el restablecimiento de la confianza mutua y la construcción de nuevos acuerdos en este esfuerzo por recuperar el Centro Histórico de Lima, al que deberíamos aportar todos nuestros máximos esfuerzos.

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