Bettina Woll

La crisis climática es una de las mayores amenazas de nuestros tiempos. Por años, las personas han estado en la primera línea en contra de las causas de esta emergencia climática, desafiando economías ilegales y otras amenazas en el territorio.

Sin embargo, están pagando hasta con sus vidas la defensa del derecho humano a un limpio, saludable y sostenible. En efecto, el 2020 fue el peor año, del que se tiene registro, para las personas defensoras del ambiente en todo el mundo, según Global Witness. En el Perú, ese año asesinaron al menos a cuatro defensores, casi todos líderes indígenas de la Amazonía, según el registro oficial del Estado Peruano. Desde entonces la violencia no ha cesado.

Las constantes amenazas, la persecución, los ataques y los asesinatos confirman que defender los ambientales es casi una sentencia de muerte en América Latina, la región más hostil y letal para las personas defensoras, según lo que viene documentando Global Witness desde el 2012.

Por desgracia, cuando se silencia a una persona defensora perdemos parte de su lucha. Todo aquello que defendían corre el mismo peligro en manos de sus agresores. Y a quienes dejan en vida –familias y comunidades– heredan las amenazas y las represalias, lo que hace que terminen desistiendo en la lucha. La silla queda vacía.

Es poco lo que se ha avanzado para su protección en América Latina y el Caribe. Sin embargo, el Acuerdo de Escazú es uno de los mayores avances de la región al ser el primer tratado legalmente vinculante que incluye disposiciones sobre personas defensoras ambientales. A dos años de su entrada en vigor, el Perú es uno de los diez países que no lo han ratificado, a pesar de que fue uno de los primeros en firmarlo en el 2018.

Por ahora, en el Perú existe el mecanismo intersectorial para la protección de las personas defensoras de derechos humanos, un primer paso sustancial en esa materia, aunque todavía tiene una serie de limitaciones que le impiden cumplir su propósito. Por ejemplo, la falta de asignación de recursos públicos y el sentido de urgencia para otorgar las medidas de protección, entre otras.

Lo cierto es que también hay causas estructurales que son urgentes de atender para evitar más asesinatos. Detrás de todos estos ataques están profundas desigualdades que perpetúan esa deplorable violencia, sobre todo para los pueblos indígenas u originarios.

En específico, hablamos de la brecha en la titulación de los territorios indígenas. A la fecha, esta sigue siendo una deuda pendiente con al menos 669 comunidades en el país, según el Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego. Esto a pesar de que son los pueblos indígenas quienes más contribuyen a la lucha climática. De hecho, al conservar sus territorios en la Amazonía son capaces de reducir las emisiones de carbono equivalentes al daño promedio generado por el 1% más rico del mundo, según el Informe Global de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Al cerrar la brecha de titulación, entonces, no solo se otorga seguridad jurídica a las comunidades indígenas sobre sus territorios, sino que se garantiza su derecho a liderar la toma de decisiones, es decir, la gobernanza territorial y el camino para el bienestar de sus comunidades, siendo gestores del desarrollo.

En esa misma línea, es indispensable hacer frente a graves delitos como la tala ilegal, la minería ilegal y el tráfico ilícito de vida silvestre que acrecientan la violencia. Estos tres delitos son los más rentables y de menor riesgo para transgresores, según un informe de Pnuma, y están asociados a otras economías ilícitas como el narcotráfico.

La mejor forma de cerrarles el paso a estas actividades ilícitas es, precisamente, impulsando modelos de desarrollo sostenible e inclusivos, desde los mismos territorios. Por supuesto, esto requiere que el Estado aumente su presencia en todas sus formas en los territorios, forjando sobre todo relaciones de confianza con la población.

Al contrario, cualquier intento de debilitar la actual legislación forestal facilitaría la informalidad y eventualmente el avance de esas economías ilícitas que perpetúan la pobreza, deforestan y degradan la vida en la Amazonía peruana. Por eso, también preocupa la posibilidad de un retroceso en el reconocimiento de los pueblos indígenas en situación de aislamiento y contacto inicial (PIACI), pues negar su existencia supone una amenaza a sus vidas y a la integridad de los territorios donde habitan.

Desde mucho antes de que el cambio climático sea una emergencia, las personas defensoras han estado en la primera línea en contra de esta crisis, al salvaguardar su entorno, sus comunidades, sus medios de vida. Ante esta ola de violencia es más urgente que nunca que las autoridades del país avancen decididamente en su defensa, con mecanismos de protección efectivos y, sobre todo, cerrando aquellas desigualdades que aún las vulneran. Nadie debe seguir pagando con su seguridad y su vida por defender un derecho humano que nos afecta a todas y todos, por defender nuestro derecho a vivir un presente y futuro sostenible.

Bettina Woll es representante residente del PNUD Perú

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