"No existe una concepción terminada de 'criminalidad organizada'". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"No existe una concepción terminada de 'criminalidad organizada'". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Dino Carlos Caro Coria

El Caso Lava Jato expresa la sinergia entre criminalidad organizada, delincuencia gubernamental y el crimen empresarial. Por ello la respuesta del Estado es la aplicación generalizada de la Ley contra el Crimen Organizado (30077). “Derecho penal del enemigo”, “Derecho penal de tercera velocidad”, “Derecho penal del crimen organizado”, “Derecho penal de emergencia”, “Derecho penal máximo”, “Derecho penal de aseguramiento” son algunas de las denominaciones comúnmente utilizadas para designar a esta tendencia legislativa contemporánea: el endurecimiento de las penas y sanciones, pero a la vez el relajamiento o flexibilización de las garantías esenciales del proceso penal y la ejecución penitenciaria, todo con el fin de maximizar el poder del Estado frente a estas formas de criminalidad.

Y es que no estamos ante casos simples y aislados, se imputan delitos de alta complejidad e impacto público, cometidos desde una posición de poder político, económico o fáctico (grupos violentos), y que corresponden a la descripción criminológica de los “crímenes de los poderosos”, “gran corrupción” o “megacorrupción”. La Ley 30077 se erige entonces como una manifestación de ese “Derecho penal del enemigo” (Günther Jakobs), es decir, un sistema penal en el que se identifica o etiqueta a determinados infractores o presuntos infractores (el ente insecuritas o Gefährder del derecho alemán) como sujetos especialmente peligrosos que, bajo determinadas circunstancias, solo pueden ser aplacados por el Estado mediante las máximas sanciones y reglas duras de investigación procesal. Con este instrumento, como señalan Cancio Meliá y Feijóo Sánchez, “el Estado no habla con sus ciudadanos, sino amenaza a sus enemigos”.

No es causalidad entonces que en el Caso Lava Jato el Ministerio Público suela imputar, además de delitos graves de corrupción o lavado de activos, el de asociación ilícita para delinquir (antiguo art. 317 del CP) o de organización criminal (texto vigente del art. 317 del CP), o procesar los hechos bajo la Ley 30077 por haber sido cometidos mediante una organización criminal, lo que en la práctica implica, por ejemplo, detenciones preventivas de hasta 36 meses, investigaciones por 72 meses y limitados beneficios penitenciarios.

La clave en consecuencia radica en el control judicial de la calificación de un caso como obra de una organización criminal. Para el Tribunal Supremo de España (STS 351/2019 de 6.2.19), organización criminal implica: a) la existencia de una estructura más o menos normalizada, b) el empleo de medios de comunicación no habituales, c) pluralidad de personas previamente concertadas, d) distribución diferenciada de tareas o reparto de funciones, e) la existencia de una coordinación, y f) una estabilidad temporal suficiente para ejecutar su proyecto criminal. De modo semejante, el acuerdo plenario 1-2017 de la Sala Penal Nacional establece que la fiscalía debe probar 5 elementos: el personal (organización integrada por tres o más personas), temporal (carácter estable o permanente de la organización), teleológico (fin de cometer futuros delitos), funcional (reparto de roles) y el estructural (articulación de todos esos componentes), elementos que ha asumido la Corte Suprema en el caso de Los Cuellos Blancos del Puerto (apelación 6-2018-1/Lima).

Los jueces deben controlar de modo estricto la concurrencia de estos elementos de la organización criminal, precisamente por las graves consecuencias que ello implica para los imputados. La heterogeneidad de dicho control, o el no control judicial, es una fuente constante de discrepancias, por ejemplo, en torno al reciente rechazo del pedido de extradición del ex juez César Hinostroza por el cargo de organización criminal. Considerando que la norma peruana se basa en la fuente española, no se alcanza a entender cómo para los tribunales peruanos parece indiscutible esta imputación, y para la Audiencia Nacional de España es un cargo no probado. ¿Son acaso los españoles más tolerantes con la corrupción o son más exigentes en el control de los elementos de este delito?

No existe una concepción terminada de “criminalidad organizada”, como indica Eugenio Raúl Zaffaroni (juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos) la pretensión de caracterizar ciertos fenómenos con el nombre de crimen organizado es en ocasiones una empresa fallida. Por ello la Ley de Crimen Organizado no puede aplicarse generalizadamente, como un instrumento solo punitivo, sino como una herramienta de uso excepcional para enfrentar casos complejos y de especial gravedad como Lava Jato, aunque sujeta al necesario control judicial para alcanzar el balance entre eficacia y garantismo que demanda la Constitución.