Pamela Acosta

Hasta hace unos años, nuestra esperanza de vida era mucho más baja. Llegar a viejo era un privilegio y, por lo tanto, un acontecimiento respetado. Hoy existe una paradoja. Buscamos vivir más tiempo; sin embargo, una persona que se hace mayor ya no genera esa misma consideración. La es estigmatizada y, al mismo tiempo, existe un exacerbado culto a la juventud. Pero la vejez es relativa y responde a las expectativas sociales. No se estigmatiza la acumulación de años, sino el hecho de permitir que esos años dejen huellas en nuestra apariencia. De ahí que suframos un permanente síndrome de Queremos prolongar nuestra existencia, pero no envejecer.

La presión de esas expectativas es mayor para las mujeres. Siendo una persona pública y a punto de cumplir 44 años, recibo algunas críticas en mis redes sociales porque me veo como creo que una mujer de mi edad debe verse: con arrugas, canas, manchas, celulitis y otros signos. No niego que esa presión ha hecho que en más de una oportunidad busque alternativas para mejorar mi aspecto. Al fin y al cabo, la percepción que tenemos de nuestra imagen corporal viene condicionada también por el entorno. El problema aparece cuando esa imagen se distorsiona y afecta nuestra autoestima y nuestra salud.

Pero la estigmatización de la vejez y el culto a la juventud tienen implicancias más allá de lo estético. Una de ellas, laborales. El filósofo Byung-Chul Han denomina “sociedad del rendimiento” a aquella que premia la capacidad individual de producir mucho y a mayor velocidad, y que, por el contrario, castiga y excluye la inactividad. Y la vejez es una etapa de la vida marcada por una serie de estereotipos entre los que se cuenta la falta de productividad. A mis casi 44 años soy aún una persona sana, fuerte, con mucho que ofrecerle al mercado, y espero seguir así al menos por un par de décadas más. No obstante, he visto con preocupación que no son pocos los colegas de mi edad que lamentablemente pierden el trabajo y con dificultad pueden reengancharse a otro medio de comunicación, ganando lo suficiente para mantener a sus familias. Se desaprovecha su conocimiento y experiencia, lo que, a la larga, termina afectando la calidad informativa por la falta de balance generacional, al mismo tiempo que se precariza la profesión con sueldos bajos.

Esto trae consigo otro problema: el demográfico. En noviembre del 2022, nuestro planeta alcanzó la inédita cifra de 8 mil millones de habitantes. Sin embargo, un estudio del Instituto de Métricas y Evaluación de Salud de la Universidad de Washington da cuenta de que la pirámide etaria se está invirtiendo. Cada vez hay menos nacimientos y más muertes; es decir, menos jóvenes y más viejos. Tiene sentido: si los jóvenes son la mano de obra barata de nuestro tiempo, ¿qué expectativas de formar una familia pueden tener si apenas ganan para sostenerse ellos mismos, además de anticipar una vida productiva corta y una jubilación insegura por el desprecio a la vejez? Es una contradicción: vivimos más, pero, para muchos, esos años adicionales ya no se viven dignamente.

Y, por último, el culto exacerbado a la juventud trae consigo un desafío medioambiental. Se invierte mucho dinero en buscar formas de hacernos más longevos, sin considerar el impacto que nuestra estancia prolongada tiene sobre un planeta con escasos recursos para sostener a toda la humanidad. El año pasado, el ‘Overshoot Day’ o “Día de la sobrecapacidad de la Tierra”, llegó antes de lo esperado, el dos de agosto. En esta fecha, según Global Footprint Network, entramos en déficit ecológico al consumir más de lo que la Tierra puede regenerar en un año. Y el saldo disponible se nos termina cada vez más pronto.

Es comprensible que queramos vivir más. Le tememos a la muerte y la vejez nos recuerda que estamos más cerca de ella. Este miedo nos hace rechazarla, no solo en nosotros mismos, sino en los demás, negándonos a un hecho inexorable: todos nos hacemos viejos.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Pamela Acosta es Periodista