Contra todo desborde, por Julio Hevia
Contra todo desborde, por Julio Hevia

Estudiosos del primer mundo aseguran que, en medio del espectro noticioso desplegado ante el público televidente, hay un tópico en el que una buena mayoría de la ciudadanía converge: se trata de los pronósticos del clima. En el Perú, en cambio, la gente opta por la astrología, esa doctrina siempre misteriosa y mimética en la que viajes, amores y fortunas mantienen en vilo los deseos de cada lector. Se diría que preferimos encontrar nuestro destino en medio de la magia de aquellas constelaciones celestiales en vez de fijarnos, más realistas, en las turbulencias terrenales sobre las que, bípedos al fin, asentamos las extremidades inferiores.

No es nuestra costumbre, digámoslo así, saber prever. Nunca hemos brillado por una cultura de la planificación; difícilmente nos anticipamos a los hechos; incluso nos preciamos, cual pugilistas, de saber movernos contra las cuerdas y contar con hartos reflejos para capear aquellos imponderables en los que la existencia es pródiga. Así, por ejemplo, se tiende a explicar todas las eliminaciones mundialistas vía aquel pensar cortoplazista del que seríamos insoslayables cultores o por esperar se cumpla alguna vez, a nuestro favor, esa vieja apelación que reza “en el fútbol no hay lógica”.

Recordemos que la humanidad no ha encontrado modo más simple de enfocar sus problemas que levantando opuestos por doquier. Así pues, sin ánimo de ser sistemáticos: hay ahorros y hay derroches, hay razones y hay pasiones, adultos y niños, purismos y contaminaciones. Si de nuestra dedicación diaria se trata vemos erguirse una realidad árida, monótona, avara en recompensas y pródiga en restricciones; frente a ella su real antípoda, el juego, espacio para la libertad ilimitada y el goce ininterrumpido, esfera afín a todas las fugas y cómplice de cuantas negaciones sean posibles. Sin embargo, recordémoslo en voz alta, no hay juego sin reglamentos, pues su práctica exige se respeten criterios donde las leyes de la vida se trocan por unas reglas que delimitan quién es quién en el momento de medir fuerzas y anteponer habilidades.

Se ha dicho que cuando de jugar se trata es preciso dejar un par de cosas en suspenso, la ciudad, habría dicho Canetti; la razón replicaría, Caillois. Sin embargo pocos afirmarían que un maestro del suspenso como A. Hitchcock, podría haberse eximido de la prolija obsesión y genial cálculo con que manejaba sus cintas, de allí que lo del suspenso que el juego abre tiene más que ver con la posición y experiencia del espectador, con la expectativa que la barra deposita en el acontecimiento deportivo que con el trabajo, la disciplina y la concentración, siempre en riesgo de extravío, que los competidores como tales están obligados a traslucir.

Lo cierto es que, contra los vientos de Cavani y las mareas de Suárez, la dio reciente cuenta de su duro antagonista uruguayo y confirmó a plenitud aquello de que 'el que quiere celeste que le cueste´. Aunque esa angustia-nuestra-de-cada día, valgan verdades, deba seguirse explicándose por la propia incapacidad para ampliar la ventaja y administrar el resultado, en vez de atribuirla a méritos ajenos. En todo caso, sería interesante que esa victoria cristalizada sobre la grama del Estadio Nacional no opere según la lógica del parche, tan cara a nuestro ADN, o que apenas funcione como aquel dedo que oculta el sol –y con él, las lluvias, los desbordes y los huaicos, en nuestro caso– sino que se instale como muestra, producto o ejemplo modélico de que nada ocurre por el puro deseo o el simple y angelical empuje de las buenas intenciones, sino como natural consecuencia de un esfuerzo colectivo que es preciso cultivar gradualmente a fin de alzarlo luego por encima de las mezquindades personales.