El discurso político en el Perú está podrido. La recta final de las elecciones regionales lo comprueba: abundan pequeñitos que prometen grandiosos imposibles, que, a sabiendas, circulan encuestas falsas, mentirosos contumaces. Sus falsedades las circulan a borbotones por las redes sociales.

El año pasado la paralizó el país, y pudo incluso haberlo descarrilado, cuando el fraude del ‘fraude en mesa’ se convirtió por semanas en el discurso dominante. Pero el año pasado embestir la desinformación fue menos complejo que en estas elecciones regionales; eran solo dos candidatos a la segunda vuelta y las narrativas (comunismo vs. fraude) estaban claramente identificadas. Hoy, la atomización electoral y los miles de candidatos hacen que la persecución de la mentira sea matemáticamente miles de veces más difícil. A pesar de ello, a esto se dedican los verificadores periodísticos de información, conocidos también como ‘factcheckers’.

PerúCheck, liderado por el Consejo de la Prensa Peruana, es uno de ellos. Desde se verifican las declaraciones de candidatos y se identifican aquellas que son falsas. El trabajo de este medio de comunicación es básicamente corroborar y cotejar información. No tiene línea editorial. Cuenta con el apoyo de medios de diverso corte –como El Comercio, “La República”, SolTV, ‘Sudaca’ y ‘La Encerrona’– lo que no solo lo hace más plural, sino que ayuda a evitar sesgos involuntarios. La redacción está compuesta por diez periodistas basados en Cajamarca, Cusco, La Libertad, Lima y San Martín, todos previamente capacitados según estándares internacionales. El medio está bajo competencia del Tribunal de Ética del Consejo de la Prensa Peruana.

A pesar de todos los esfuerzos de PerúCheck y otros verificadores, como Ama Llulla y los del JNE y la ONPE, es imposible vencer la desinformación, hoy convertida en una eficaz herramienta política. No alcanzan las manos de periodistas para verificar todas las declaraciones de todos los candidatos. Pero también hay un elemento externo: la desinformación la crea cualquier anónimo de manera gratuita, y se esparce con inmediatez. La verificación bien hecha cuesta, requiere de tiempo para ser producida. Y usualmente no tiene el mismo impacto que la mentira original. Es como el derrame de petróleo de Repsol: la contaminación se esparce en un dos por tres, pero el trabajo de limpieza toma un largo tiempo, y acaso el ecosistema no se recupera del todo.

En el fondo, el de la desinformación es un problema tecnológico. Las redes sociales han construido lo que puede llamarse la estructura del disenso: algoritmos que premian lo chocante, lo confrontacional, la división entre el otro y el yo en contenidos descontextualizados y ahistóricos, algoritmos que, por ser invisibles e incontrolables por el usuario, aparentan una alimentación de contenido natural, cuya consecuencia es el choque constante, el odio al otro.

Es errada la idea de que la desinformación se combate con más información. Más información solo contribuye al huracán de la infodemia; con más información el ciudadano se aturde, se bloquea y finalmente se desinteresa. La desinformación puede combatirse, más bien, con más selecta y mejor información y renovando prácticas y métodos periodísticos que no necesariamente están preparados para la masificación de la mentira como arma política. También con el compromiso de los gigantes tecnológicos, como Facebook y Twitter, que deberían hacer visibles y optativos sus algoritmos, así como eliminar el anonimato, entre otras muchas propuestas.

De no ser así, la catástrofe será generalizada: la destrucción de la reflexión inteligente, la democracia representativa, las instituciones del Estado y la nación cohesionada. Lo que está en riesgo, en esencia, es nuestra civilización.

Rodrigo Salazar Zimmermann es periodista y director ejecutivo, Consejo de la Prensa Peruana