El 8 de marzo se siente cada año como un hito. Como ese día en el que todo se detiene y nos ponemos a pensar en lo desigual que es el país y en lo difícil que es ser mujer en medio de esa desigualdad que parece ser un componente imprescindible en el desarrollo de nuestra sociedad. Y eso nos reduce a un momento, a 24 horas en las que nos dedicamos a reconocer a las mujeres que día a día luchan contra el prejuicio en una sociedad naturalmente machista y a repasar una lista de problemas que nos afectan y que debemos atacar para ser una sociedad más equitativa.
Sin embargo, el 8 de marzo no es importante solo para generar visibilidad o proponer una discusión sobre “el problema de las mujeres”, sino para cuestionarnos en qué mujeres estamos pensando como sujetas de respeto y a qué mujeres estamos pensando en visibilizar bajo el paraguas de género y a través de los famosos discursos de empoderamiento que tanto nos gusta repetir.
Es necesario reconocer que el trabajo por la equidad de género está avanzando en nuestro país y que hay algunas cosas sobre las que hemos hecho mínimos acuerdos en común: hemos decidido, como sociedad, que las mujeres deben tener una participación equitativa en todos los espacios de la sociedad que quieran ocupar, que nos toca trabajar por que las mujeres vivan libres de violencia y por desterrar los roles de género que tan enquistados están en nuestras dinámicas.
Esas luchas son justas y valiosas, sobre todo teniendo en cuenta que en nuestro país es imperativo garantizar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, y que en Latinoamérica nos va a tomar aproximadamente 67 años cerrar la brecha de género, según el último Gender Gap Report. Pero en el esfuerzo de establecer una agenda única de los problemas de la mujer, nos olvidamos en el camino de aquellas cosas que impactan de manera diferenciada a mujeres con mayores niveles de vulnerabilidad.
Pensamos en el derecho de las mujeres a ocupar espacios de liderazgo, pero les negamos el derecho a vivir seguras y a ejercer su derecho a la protesta a las mujeres aimaras porque “eso no está en la agenda de las mujeres”, o pensamos en el empoderamiento femenino, pero no consideramos cómo la lucha por la seguridad alimentaria o la visibilización del racismo están siendo parte de nuestro trabajo para avanzar como colectivo.
Necesitamos dejar de ver la lucha por la equidad como un movimiento contemporáneo que solo hacemos visible bajo nuestras propias condiciones y que debe garantizar los derechos solamente a las mujeres iguales a nosotras, que muchas veces vivimos cegadas bajo el privilegio repitiendo discursos de empoderamiento mágico que van a acortar las brechas de género en el país.
Una lucha que no discute el racismo, la xenofobia, la lucha contra la pobreza y la segregación, la brecha educativa y digital, y la lucha contra el hambre no es una lucha que incluye a todas las mujeres. Y, parafraseando a Mikki Kendall, un movimiento que no discute problemas que cree que no debe resolver, pero que afectan en su mayoría a mujeres marginalizadas, es un movimiento que finalmente las deja afuera.
Por eso, es necesario cuestionarnos por qué mujeres estamos luchando y en qué momento los discursos, las acciones o inclusive los espacios que abrimos para otras mujeres se centran también en atender a aquellas que tienen aún más dificultades. Solo así estaremos impulsando acciones para resolver los problemas de todas las mujeres.