El diablo se esconde en los detalles, por José Juan Haro
El diablo se esconde en los detalles, por José Juan Haro

Alfredo Bullard publicó la semana pasada en este Diario un artículo en el que argumenta que muchas veces la regulación impide el desarrollo de los mercados cuyo funcionamiento pretende resguardar. ¿Pero cuándo tiene sentido desregular (eliminar la regulación) y –sobre todo– cómo? 

Los problemas más graves se presentan sin duda con las ‘regulaciones de acceso’. Los monopolios legales sobre la telefonía, eliminados ya en muchos países latinoamericanos, impedían la competencia y reducían los incentivos de las empresas estatales para innovar y mejorar sus servicios. La liberalización de las telecomunicaciones atacó este problema y generó una nueva dinámica competitiva que ha beneficiado a los consumidores de la región ofreciéndoles alternativas y condiciones a las que de otro modo no habrían podido acceder. 

La prohibición de competir con las compañías telefónicas estatales se basaba en la idea del “monopolio natural”: se sostenía que, de cualquier forma, era imposible que se desarrollaran otras redes, por lo que era mejor para los gobiernos prohibir la competencia y controlar los precios del monopolista. La creencia en que la dinámica competitiva era imposible se convertía así en una profecía irrefutable: nunca podría surgir si estaba proscrita en los hechos.  

En un artículo que escribí hace más de 11 años, y que Alfredo refiere, mostraba cómo ciertos conceptos de supuesto contenido académico fueron desarrollados (o usados) por algunas compañías para proteger sus intereses. La idea del “monopolio natural” permitió a AT&T eliminar la competencia en Estados Unidos a principios del siglo XX. El modelo del negocio sin competencia fue extendido a otras industrias y exportado a otros países, incluido el Perú. 

Es verdad que las ‘regulaciones del servicio’, que obligan a cumplir ciertos requisitos (por ejemplo, ofrecer una línea de atención al cliente o pintar un taxi de amarillo), imponen costos adicionales a las empresas y pueden reducir indirectamente el número de competidores en un mercado, pero no siempre carecen de justificación. Mientras que siempre es una buena idea eliminar la prohibición de competir, al desregular en otros casos debe ponerse el foco en eliminar las exigencias regulatorias irracionales. La regulación excesiva es una suerte de impuesto oculto que los consumidores pagan en la forma de menos opciones o precios más altos. 

Harían muy bien los gobiernos latinoamericanos en enfrentar la desaceleración económica con programas serios de desregulación. Mercados más libres, en los que la creatividad empresarial y la innovación tecnológica puedan desarrollarse sin cortapisas, pueden incrementar la productividad y contribuir al crecimiento. 

Pero la desregulación no puede beneficiar solo a algunos porque entonces creará más problemas de los que pretende resolver. Tomemos el caso de Uber. Coincido con Alfredo y con Andrés Calderón (quien publicó un artículo en El Comercio este lunes sobre el mismo tema), en que sería muy malo prohibir el acceso de un competidor tan innovador en el servicio de taxis. Quizá ellos piensen que la mejor receta sería eliminar la mayoría de las regulaciones aplicables a los taxis (de hecho, muy pocas se cumplen realmente en el Perú). 

Otros pueden pensar diferente. Pero todos coincidiremos en que sería injusto que las regulaciones se aplicaran a unos sí y a otros no. ¿Por qué Uber debería tener una patente de corso que un Estado no otorgue a los demás competidores en el mercado? ¿Debería distinguirse, al desregular, entre agentes “tradicionales” (merecedores de la regulación) y agentes “innovadores” (merecedores de la excepción)? 

Desregular exige nivelar la cancha para todos: los que ya estaban en el mercado y los nuevos entrantes. Desregular es una buena idea. Discriminar no. Es complicado ejecutar con justicia un programa de desregulación. Como en muchas cosas complicadas, el diablo se esconde en los detalles.