El proceso de diálogo que se estableció en Venezuela a instancias de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en un primer momento, y luego por el Vaticano, siempre fue visto con suspicacia por quienes estaban principalmente concernidos: el gobierno y la Mesa de la Unidad Democrática (MUD).
Los tres ex presidentes escogidos por Unasur como facilitadores: José Luis Rodríguez Zapatero de España, Leonel Fernández de República Dominicana y Martín Torrijos de Panamá, nunca fueron aceptados con total confianza por una parte importante de la oposición. De allí que fuera la propia MUD quien sugiriese la presencia adicional de la Santa Sede como facilitadora.
Hubo señalamientos serios, reticencias bien fundamentadas, para dudar de los beneficios que aportaría sentarse en una mesa a dialogar con un gobierno que ha demostrado una gran capacidad para mentir y muy poca disposición para honrar sus compromisos. Se criticó con fuerza que se retuviera la presión de la calle mientras se conversaba.
Sin embargo, no hay que olvidar que luego de las exitosas concentraciones de octubre y noviembre ya se anunciaba una marcha a Miraflores (Palacio de Gobierno), un plantón indefinido, el ahora o nunca empeñoso, el hervidero de un posible choque frontal que a nadie podía interesar.
Cualquier manual barato sobre facilitación en conflictos indica que, a medida que aumente la tensión política en la calle, la comunidad internacional recurrirá al diálogo ‘by default’ como antídoto para que la situación no se desborde. Y, en este caso, uno de los valedores de ese método es nada menos que la Iglesia Católica. Se aceptó la recomendación (¿cómo negarse?). Pero algunos la asumieron con el entusiasmo de a quien mandan a rezar doscientas avemarías para exculpar un pecado venial.
Los primeros resultados del diálogo recibieron fuertes críticas, lo cual es natural en un proceso político tan difícil y tenso como el que se vive. Alimentaron la suspicacia de mucha gente de oposición sensata acerca de una supuesta cesión de la iniciativa política, de una entrega de los kilómetros de calle acumulados en manifestaciones, a cambio de bagatelas con poca incidencia. No convencieron a las bases opositoras, extenuadas e impacientes por la terrible situación que vive el país.
Aun así, la oposición insistió en permanecer en la mesa de conversaciones, pero ante la falta de compromiso del gobierno para cumplir con lo acordado, decidió suspender su participación.
Todavía no está claro si el diálogo ha sido internado en una cámara de oxígeno hasta nuevo aviso. Se suponía que el 13 de enero las partes se volverían a reunir, pero visto el curso que han tomado los acontecimientos (de nuevo el choque frontal entre los órganos de poder en manos del gobierno y la Asamblea Nacional), es dudoso que la reunión se lleve a cabo.
¿Valió la pena participar en la mesa de diálogo? Hay una enérgica misiva privada del cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado de la Santa Sede, en la que se le exige al gobierno que cumpla con lo que se comprometió a hacer. Su contenido seguirá flotando en el ambiente a la espera de que se convierta en una carta abierta al gobierno y a la comunidad internacional. Entonces el régimen quedará una vez más a la intemperie. Ya eso es ganancia.
Mientras tanto, la situación en el país se degrada minuto a minuto y cada acción gubernamental acelera la marcha hacia el precipicio. A cien bolívares por hora.