Carlos Garatea Grau

La y el arte de la comunicación van siempre juntos o, al menos, es lo que debería suceder tratándose de un quehacer que, en el mundo ideal, se debe a la sociedad. Pero ¿a quiénes se dirige la presidenta, un ministro o un congresista cuando “hablan” en público? ¿Cómo imaginan a sus receptores? ¿Piensan en ellos?

La comunicación es imposible si se borra a los destinatarios. El éxito no está en quien habla ni en el tiempo que se tome ni en las cifras que lo acompañen, sino en quién (y cómo) entiende lo que oye. Quiero decir: el éxito depende del receptor. Por eso importan tanto los receptores y los contextos. En la bibliografía especializada se llama “saber hablar”. Es más que seguir la gramática. El principio es sencillo y tiene mucho de intuitivo y universal. Con un par de ejemplos queda claro: no es igual hablar con un adulto que con un niño, ni es igual dirigirse a un tribunal que a un profesor durante una clase. Es un saber que se aprende y perfecciona con la experiencia y la cultura. Quien lo deja de lado podrá hablar, pero no llegará a decir. Querer comunicarse implica, por ello, solidaridad, asumir que hay una persona oyendo, y conciencia de lo que se hace, de lo que se dice y de cómo se dice. Obviamente, también exige un compromiso con la verdad. Lo que oímos y vemos en la vida pública demuestra que la política necesita recuperar su razón de ser: servicio, diálogo y entendimiento. Cuando se olvidan de los receptores y se abandona la voluntad de hacerse entender, se daña el vínculo entre y lengua, vínculo indispensable para tener un proyecto de vida común.

Muchos políticos se han peleado con el lenguaje y lo tratan como si fuera un chicle que se puede mascar, dividir y manipular hasta cuando les plazca, sin considerar el sentido de comunidad inherente a las palabras ni el hecho de que vivimos en un país multilingüe y multicultural. Tampoco les interesa escuchar. Cumplen así con todos los requisitos del diálogo imposible: se habla sin decir y se oye sin escuchar. Indigna, por ejemplo, ver el hemiciclo vacío mientras alguien, obligado por quienes no están, hace uso de la palabra. Observar a ciudadanos esforzándose por demostrar su inocencia ante curules vacías solo contribuye a perder la confianza en las instituciones y a socavar los valores democráticos. En estos casos, el abuso de poder es evidente.

La democracia, además, es un sistema que cristaliza en el diálogo, los argumentos y las ideas. No es un sistema que prefiera el monólogo, el insulto y el perjurio. Sanear la política nacional exige recuperar la voluntad de comunicarse. La prensa es, sin duda, un aliado. No un enemigo.

Pues bien, el último 28 de julio pasamos cinco horas con . Su discurso batió todos los récords. Cuando terminó sentimos que nos había pasado encima un tren con toneladas de sonidos y números incapaces de unirse para crear un mensaje digerible. Sorprende saber que antes lo había aprobado el . Todo confirma la poca voluntad de comunicarse que tienen quienes ahora nos gobiernan. Al mismo tiempo, los políticos y quienes están en el poder son proclives a expresarse por intermedio de gestos y el uso de símbolos. Es otra manera de hablar y de decir, pero responde a los mismos principios generales. Lo hemos constatado en días recientes. Durante un funeral, llevados por la solemnidad de un protocolo, se calló en torno de condenas por , un y la muerte y desaparición de personas inocentes. Quiéranlo o no, es otra forma de decirnos lo que piensan. Esta vez el mensaje sí fue claro.

PD: Tomo el título de la novela publicada por Miguel Delibes en 1966: “Cinco horas con Mario”. En ella, el autor recrea el diálogo de la protagonista, Carmen, con su esposo, Mario, durante una noche. Pero un detalle: Mario está muerto y el diálogo se da en su funeral.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Garatea Grau es exrector de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)