Decir a estas alturas que Dina Boluarte es quien ejerce la presidencia de este país es caer en un autoengaño. En la práctica, el presidente y, por extensión, jefe supremo de las FF.AA. y Policía Nacional, es el primer ministro Alberto Otárola, que ha entendido equivocadamente que la sobrevivencia del Gobierno dependerá de la fuerza y de la represión que pueda imponer mientras mete en un mismo saco a vándalos y manifestantes pacíficos que ejercen su legítimo derecho a la protesta. Una estrategia suicida de una gestión que desde un inicio no leyó que su paso por Palacio era principalmente para cumplir una tarea: convocar lo más pronto a unas elecciones generales.
En esa no compresión de Boluarte de que asumía un gobierno de transición cunde buena parte de la responsabilidad de este callejón sin salida en el que estamos y que ahora, con más de 55 fallecidos en el contexto de las manifestaciones, no ha hecho más que agravar la crisis adoptando el discurso confrontacional e indolente de su primer ministro. A un país que arde, la presidenta no tuvo mejor idea que echarle gasolina y, con ello, ceder terreno ante los fanáticos que aprovechan este caos para instaurar su proyecto político.
Boluarte, en estos 48 días en el poder, ha demostrado una incapacidad para darle una alternativa de calma a los peruanos. Y con ello no me refiero a ceder ante las presiones de la turba, sino a su falta de capacidad para colocar en la agenda nacional lo prioritario, que es la convocatoria de unas prontas y transparentes elecciones generales. Su incapacidad ha hecho que ahora estos comicios (en principio, acordados para abril del 2024) queden a merced y riesgo del océano de intereses particulares que habita en el Congreso. Basta con ver, por ejemplo, el apoyo de Perú Libre al adelanto de elecciones solo si esta viene únicamente acompañada de una consulta popular para una asamblea constituyente.
Hoy ya no es seguro ni cómo ni cuándo serán las próximas elecciones (aunque, como están las cosas, lo preferible es que se realicen este 2023). Boluarte, al parecer, ha decidido perder esa discusión y resistir junto a su primer ministro lo que pueda venir al frente en una estrategia cargada de plomo, perdigones y gases lacrimógenos, sin importar las consecuencias mortales y sociales que hemos presenciado en las últimas semanas, en lugar de hacer política. Por ello, ha preferido que sea su primer ministro el que tome las riendas y que continúe en ese camino a pesar de que a nosotros nos puede costar el abismo.