Este año político nos ha dejado tres noticias: el avance de la agenda retrógrada impulsada por los grupos dominantes en el Congreso, el casi total colapso de la oposición al régimen y la práctica desaparición de la presidenta Dina Boluarte de la escena política.
Ninguna de las tres es una buena noticia, pero quiero centrarme en la tercera de ellas. Dina Boluarte lo tenía todo a favor para pasar a la historia como una figura positiva. Primera presidenta tras 200 años de independencia, procedente de una de las regiones más pobres, profesional hecha a sí misma y quechuahablante, su potencial simbólico era enorme. También le favorecían las circunstancias de su llegada al poder: tras la destitución de su antecesor por un frustrado autogolpe de Estado con el que pretendió abolir la democracia e iniciar una aventura autoritaria caudillista.
Boluarte podía haber optado por impulsar una agenda social y económica progresista. O al menos podía haberse convertido en un emblema que inspirara transformaciones a nivel individual y colectivo. Pero, en lugar de eso, lo que hemos visto desde que asumió el poder es la consolidación de una coalición depredadora que ha puesto fin a los avances en la profesionalización del Estado, ha destruido la imagen internacional del Perú y nos ha hecho retroceder varias décadas en educación, orden público, calidad democrática y respeto por los derechos humanos. Si con Castillo ya se había iniciado la involución, con Boluarte resultó mucho peor.
Es cierto que Boluarte no lo tenía sencillo. Literalmente, desde el minuto uno de su mandato se vio obligada a enfrentar la oposición de los partidarios del frustrado dictador, que protestaban en la calle contra la destitución de su líder, a quienes luego se sumaron otros grupos, indignados por las muertes. Tampoco contaba con un partido político propio, ni con experiencia de gobierno, más allá de sus meses de ministra. Pero la realidad de estos desafíos no debe hacernos olvidar que, como ocurre con cualquier político que detenta el poder, la responsabilidad principal de su fracaso recae sobre sus hombros. Fue Boluarte quien decidió quedarse cuando se le pedía que impusiera su autoridad y convocara elecciones. Fue ella quien decidió rodearse de colaboradores de línea dura, avalar la represión sangrienta y, posteriormente, ceder a las exigencias de los grupos extremistas dominantes en el Congreso, a cambio de mantenerse en el poder.
Estas decisiones le enajenaron el apoyo de aquellos sectores que podían haberla ayudado a cumplir las promesas asociadas a su nombramiento. No supo recuperar el apoyo de quienes habían promovido su elección, junto con Castillo, y tampoco pudo ganarse el favor de las clases medias y populares urbanas que habían apoyado a Fujimori, que podían sentirse reivindicadas por la condición de mujer, emprendedora y migrante de la presidenta.
Los resultados de este fracaso van a dejar huellas profundas en nuestro tejido social. Las encuestas del IEP muestran que casi la mitad de los peruanos apoyaría un golpe de Estado contra la corrupción. Casi dos de cada tres jóvenes afirman que les gustaría abandonar el Perú en los próximos años. Revertir esta espiral negativa es muy difícil. Los discursos de Fiestas Patrias son uno de los pocos rituales de la política tradicional que aún tienen cierta vigencia. Son uno de los contados momentos en los que, en un contexto de fragmentación y desapego hacia la política, todavía prestamos algo de atención a lo que dicen nuestros gobernantes.
Haga lo que haga, seguramente Boluarte deberá responder ante la justicia por los hechos ocurridos desde que asumió el poder. Es probable que esta consideración personal sea lo que la lleva a comportarse como una presidenta ensimismada, sin capacidad de iniciativa y siempre a remolque del Congreso. Pero, si quiere dar un giro a su presidencia y evitar ser recordada como una de las mayores decepciones de la historia republicana, este 28 de julio es una de sus últimas oportunidades.