La victoria electoral de Donald Trump hace tres semanas sorprendió a la gran mayoría de cubanos. Las encuestas foráneas y la prensa oficial cubana, al considerar a Hillary Clinton como favorita, crearon una falsa expectativa. Una vez conocidos los resultados los criterios son diversos. Algunos piensan que Trump es un hombre peligroso y será dañino, otros que será más exigente con La Habana y se alegran de ello, muchos están preocupados por un retroceso en las relaciones y se lamentan de su triunfo, mientras una mayoría está desencantada por la campaña de la prensa oficial contra la política del presidente Barack Obama. En lo que casi todos coinciden es en lo mal que está Cuba y en la necesidad de emigrar.
Anular lo avanzado en las relaciones restablecidas será extremadamente difícil. ¿Por qué? Por la división de los poderes públicos, por la existencia de sectores con intereses diversos y por la institucionalidad existente en Estados Unidos. El presidente podría limitar o eliminar algunas cosas, pero no anularlo todo, porque ello implicaría afectaciones a intereses estadounidenses. Sencillamente, una cosa es el populismo electoral y otra es presidir un país institucionalizado.
Suponiendo que realmente Trump pudiera ser un peligro para las relaciones que la administración de Barack Obama logró adelantar con Cuba –en mi opinión el hecho de mayor trascendencia política en el último medio siglo cubano–, el mayor peligro de retroceso hasta ahora ha estado y está en la parte cubana.
La estatización, la planificación centralizada y la ausencia de libertades están entre las principales causas del estado de crisis permanente en que Cuba se encuentra. La política de la administración de Obama brindó una oportunidad de cambio que ha sido desaprovechada por la parte cubana. Por tanto, cualquier peligro que pueda representar la administración de Trump resultaría menor que la negativa del gobierno de Cuba, atrapado ante una insoluble contradicción: cambiar y conservar el poder.
La tesis de Fidel Castro, de que “Cuba ya cambió en 1959”, dio paso a la visión más pragmática del general Raúl Castro, de “cambiar algunas cosas para conservar el poder”. Sin embargo, las medidas implementadas con ese objetivo, debido a una especie de dualidad de poderes, no dieron el resultado esperado y en su lugar develaron la inviabilidad del modelo y la profundidad de la crisis.
Los paquetes de medidas dictados por la Casa Blanca se reflejaron en el aumento del turismo y de las remesas familiares, arribo del primer crucero, reanudación de los vuelos, acuerdos con empresas estadounidenses de telecomunicaciones, negociaciones con otros países y renegociación de la deuda externa, entre otras. Mientras, la directiva presidencial estadounidense de este mes propuso hacer irreversible los avances logrados. Si esas medidas no han arrojado mayor resultado es porque las trabas a las fuerzas productivas y la ausencia de libertades al interior de Cuba lo han impedido. Por eso, más que de Trump, los cambios dependen de las autoridades cubanas. De acometer esos cambios ahora, aunque sea fuera de tiempo, cualquier intención de retroceso por parte de Trump quedaría sin argumentos.
Teniendo en cuenta que la suspensión del embargo es prerrogativa del Congreso estadounidense, lo indicado, después de la desaparición física de Fidel Castro, sería acometer una reforma estructural e integral, al menos como hicieron los vietnamitas, que al abandonar la planificación centralizada y asumir la economía de mercado se han ubicado en el lugar 28 entre los mayores países exportadores del mundo.