En materia económica, el Perú viene denotando dos realidades que contrastan sustancialmente. De un lado, resultados macroeconómicos destacables que aún se sostienen. Y, del otro, una permanente tarea: lograr que esos resultados se hagan más extensivos en materia de bienestar, lo que permitiría alcanzar una real paz social y un menor ruido político.
Como es sabido, en la parte macroeconómica las cosas han funcionado bastante bien. Durante más de dos décadas logramos disponer de las más bajas tasas de inflación acompañadas por las más altas tasas de crecimiento de la producción en la región. Entre otros indicadores por destacar, nuestras reservas internacionales netas (RIN) como porcentaje del PBI hasta hoy son más del doble de las de los miembros de la Alianza del Pacífico, al ser del 30%. Nuestra deuda pública, también como porcentaje del PBI, alcanza alrededor del 35% y esto es la mitad que la mostrada en toda América Latina. Algo relevante.
En contraste, adicionalmente a las permanentes carencias en educación, salud, seguridad, institucionalidad y calidad de Estado, lo que tenemos, según la misma Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), es que más del 90% de la población percibe que la justicia se encuentra parcializada a favor de intereses particulares, alrededor del 80% de los trabajadores se desenvuelve en el marco de una denigrante informalidad y la descentralización es una incubadora de clientelismo político, ineficiencia y corrupción.
En ese cuadro de bifrontismo es donde se generan demandas sociales, es donde los ciclos económicos se pronuncian, haciendo difícil sostener el proceso de creación de valor de las empresas, y es donde cada cierto tiempo nos preguntamos: ¿en manos de quién caerá el próximo gobierno? No debemos dudarlo, tal cual se presentan las cosas hoy en el Perú, hacia el próximo proceso electoral la recurrente inestabilidad podría acercarnos a escenarios como el venezolano, el nicaragüense, el cubano o el boliviano.
A efectos de no retroceder, solucionar parte de nuestras limitaciones y evitar descomposiciones sociales extremas, tenemos que emprender un remodelado proceso de ejecutoria de reformas estructurales. No hay más alternativa para conseguir el interés del electorado frustrado. Esta tarea no será sencilla, debido, entre otras razones, a que nos movemos entre grupos de interés que buscan el statu quo como instrumento para mantener beneficios privados en un contexto con sesgo mercantil y, de otro lado, entre grupos que buscan el poder y se asocian con el narcotráfico y la ilegalidad bajo la bandera de la “lucha social”. Ambos bandos no quieren ejecutar las reformas pendientes. No les conviene.
Hoy se reconoce el éxito de las reformas estructurales alcanzado por diversas economías del Sudeste Asiático y otras como Finlandia y Polonia. La institucionalidad, la reforma integral del Estado, la generación de infraestructura física-humana y la modificación de las reglas de juego políticas fueron parte del origen de los elevados indicadores sociales y económicos que estos países hoy ostentan. En contraste, las economías que emprendieron reformas parciales, viciadas en su frente político, mal diseñadas, mostraron deficientes resultados como en los casos de Ucrania y Grecia. Para no ir tan lejos, ese es el caso también del fracaso de las reformas en Brasil en la década de los 80 y en la misma Argentina en los 90.
En el Perú, a pesar de la mediocridad con la que se ha ejecutado la mayoría de las reformas estructurales, aún estamos a tiempo de replantearlas. Aunque parezca paradójico, las próximas elecciones generales nos abren esa posibilidad. Es más, es en ese ambiente de apuntalamiento a favor de las reformas estructurales pendientes donde deben concentrarse los planteamientos centrales de los candidatos a conducir los destinos del país en el próximo proceso electoral.
Evidentemente, la nueva propuesta deberá ser liderada por nuevos rostros. Los que tenemos no generarían un mínimo de confianza; sería prometerle al elector nuevos instrumentos con los mismos personajes que nos llevaron a este complicado entorno sociopolítico. Adicionalmente, una buena ejecutoria de reformas estructurales demandará que los nuevos gobernantes dispongan de una clara mayoría parlamentaria a efectos de no encontrar trabas de parte de los grupos de interés mercantilistas o, en el otro extremo, ideologizados. No debe haber medias tintas. Por otro lado, será necesario disponer de un mensaje claro para la población, a fin de explicarle cómo las reformas solucionarán democráticamente lo sustancial de sus problemas de inseguridad, asimetría en la canalización de justicia, corrupción, carencia de servicios básicos y educación, entre otros.
Claro está, debemos también ser conscientes de que un sector empresarial que se mantiene como simple testigo del desorden nacional es lo que menos requerimos hoy; gremios concentrados únicamente en la protección de intereses particulares y sectoriales, tampoco; promotores de optimismo sin apropiado fundamento, menos; hombres de negocios incapaces de compartir técnicamente valor, menos aún. O apoyan como nunca la urgencia de reformas estructurales bien diseñadas o podríamos sentenciarnos a la mediocridad e inestabilidad permanentes.
Quizás este nuevo proceso electoral que se avecina sea la última oportunidad. Una de las maneras de encontrar consensos y el interés electoral es a través de la ejecución plena y sin dilaciones de las reformas estructurales pendientes. A algunos no les gustará la idea pues perderán privilegios, pero será lo menos costoso para ellos y para el país.