La reciente noticia sobre el allanamiento a la vivienda de la presidenta del Perú, Dina Boluarte, invita a una reflexión sobre la historia política reciente de ese país y su progreso económico y social. Al inicio de la década de los 80, comparado con Venezuela –uno de los líderes económicos de América Latina de aquel entonces–, el Perú mostraba un PBI nominal de US$22.000 millones, equivalente a un tercio del venezolano y una inflación que excedía el 75%, cuando en Venezuela el índice de precios subió solo 15%.
Avanzando al 2023, las cifras cuentan una historia de transformación: Venezuela con 28 millones de habitantes, un PBI nominal de US$95.000 millones y una inflación del 189%, frente al Perú, que con 34 millones de habitantes alcanzó los US$240.000 millones de PBI nominal y una inflación históricamente baja del 3,2%. Esta inversión de roles económicos plantea interrogantes sobre las políticas implementadas por los gobiernos de ambas naciones.
Desde el inicio del milenio, el Perú ha experimentado una notable rotación presidencial (12 presidentes en 24 años), además de múltiples destituciones y acciones legales contra sus presidentes activos y expresidentes; incluyendo a Alan García, que decidió quitarse la vida en vez de enfrentar las acusaciones de corrupción en su contra, y a Alberto Fujimori, condenado a 25 años de prisión por corrupción y secuestro… Esto contrasta con la continuidad política de Venezuela que desde el año 2000 ha tenido solo dos jefes de Estado. A pesar de los desafíos, la economía peruana ha mantenido una trayectoria de crecimiento. ¿Cómo es posible esta resiliencia en medio de la turbulencia política? Pareciera que la correlación entre la estabilidad gubernamental y el rendimiento económico no es directa. El Perú ejemplifica cómo una nación puede mantener la estabilidad económica a pesar de la inestabilidad política.
La situación venezolana se puede explicar de una manera muy sencilla. A pesar de la relativa estabilidad política, las prácticas económico-financieras socialistas, basadas en equidad de resultado y no en igualdad de oportunidades, causaron profundas devaluaciones e hiperinflación, con la consiguiente pérdida de valor del país.
La fortaleza institucional del Perú se fundamenta en el respeto a las leyes vigentes y la Constitución, a una marcada separación de poderes y a decisiones económicas fundamentadas en la propiedad privada y el libre mercado. Suena paradójico, pero estos factores, que son el motor que impulsa el crecimiento económico continuo, parecen ser los mismos que también alimentan la volatilidad política. Este fenómeno, comparable con países como Italia, demuestra que es posible un desarrollo económico sostenido independientemente de los vaivenes gubernamentales. A la luz de estos datos, solo me queda comentar que ser presidente en el Perú me parece el trabajo más ingrato del mundo, reflejando la complejidad de gobernar en un entorno globalmente interconectado y en constante cambio. ¡Suerte para los que se atrevan!