(Foto: GEC/Archivo)
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Jeanine Anderson

Hace cien años, en medio de la pandemia de influenza, Nueva York trasladó las escuelas a la calle. No se tenía mucha claridad sobre los mecanismos de transmisión de la enfermedad. Sin embargo, fue de sentido común evitar que niñas y niños estuvieran encerrados en salones de clases.

Hoy, Nueva York inicia un año lectivo en medio de una nueva pandemia. Esta vez se conoce mucho más sobre las vías de propagación. Las autoridades han facultado a los centros educativos para hacer uso de espacios al aire libre como aulas. Pueden hacer modificaciones en las canchas deportivas, lugares de recreo y playas de estacionamiento. Pueden solicitar el cierre de calles para convertirlas en una extensión de los espacios de instrucción. Algo similar vienen haciendo los restaurantes y bares. ¿Por qué las escuelas tendrían menos derecho a los espacios públicos?

El aula al aire libre no es una idea nueva. Hay movimientos de vanguardia que han experimentado con programas en los que el alumnado pasa largas horas del día en la naturaleza. Detrás hay una filosofía de desarrollo humano que sustenta los beneficios para la salud física y mental. En los países escandinavos, realizar actividades al aire libre se entiende como una necesidad innata de la niñez.

El Perú tiene sus propias experiencias. Los Wawa Wasi que se innovaron para atender a la población preescolar en Puno en los años 70 funcionaban en pleno campo. Los Pronoei (Programas no escolarizados de educación inicial) siguieron la misma pauta hasta que las comunidades y barrios, y eventualmente el Minedu, intervinieron proveyendo locales. Parte de la enseñanza de ciencias y tecnología en muchas escuelas rurales se da en huertos escolares. Los programas de educación intercultural bilingüe incorporan la experiencia directa en prácticas sociales y rituales fuera de la escuela.

Los tiempos demandan soluciones en esa línea. En las zonas rurales es fácil pensar en cómo las aulas podrían salir de las escuelas. Algunos colegios urbanos cuentan con espacios que podrían adecuarse. En muchas zonas, múltiples calles ya están con rejas y tranqueras. Un porcentaje alto de colegios privados funciona en locales creados para casas y siempre han usado los parques cercanos como áreas para las clases de Educación Física y ensayos artísticos.

Los parques en los distritos populares de Lima merecen una mención especial. Paran desnudos, sin árboles y pasto, casi sin uso hasta las horas nocturnas cuando son invadidos por elementos de mal vivir. Se presenta la oportunidad de una feliz convergencia entre varios proyectos: poner en valor los parques y crear espacios para las aulas.

El tema es urgente. Es un hecho innegable la casi total pérdida del año escolar por parte de innumerables alumnos. No hay alternativa: tienen que volver a encontrarse cara a cara con sus profesores.

Más aun, en diciembre comienza el éxodo de niñas, niños y adolescentes rurales que migran hacia las ciudades en el afán de compensar las deficiencias de la educación que reciben en sus pueblos. Asisten a programas de vacaciones útiles, se inscriben en cursos de nivelación, aprovechan las bibliotecas y programas de educación no formal. Para sostenerse y solventar la compra de materiales, trabajan como niñeras, limpiaparabrisas, cobradores, talleristas, lustrabotas, etc.

¿Qué se ha contemplado para atender a esos miles de estudiantes, excluidos por años de una educación de equivalente calidad a la de las ciudades? En preparación, las aulas tienen que expandirse, literal y figurativamente, en el campo y en la ciudad. Antes de querer reproducirse en pantallas de televisión y laptops, tienen que ubicarse en espacios recuperados que hagan partícipes de un proyecto educativo nacional a actores locales con imaginación y compromiso. Educar es modelar la capacidad de convergencia en la solución de problemas.

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